Quienes escribimos pagamos una especie de peaje a la realidad para ir a través de ella. Lo que sucede es que pasamos tanto tiempo inmersos en la fantasía, que se genera una especie de deuda que crece, crece y nunca termina.
Para nosotros, los escritores, y para muchos otros artistas, la fantasía es nuestro hábitat; nuestro lugar seguro. Hemos aprendido a vivir en ella, a usarla como una especie de combustible que nos alimenta y nos cura de los coletazos que la realidad consigue atinarnos cuando menos lo esperamos.
Hace un par de días, mientras manejaba de regreso a casa, pensé que, para mí, la realidad me golpeó por primera vez cuando mi padre murió. En aquel momento, sobre el suelo de la vida, no supe qué hacer. La escritura, entonces, no pudo protegerme. No fui capaz de escribir una historia distinta; no logré reescribir ni la fecha ni la hora, ni borrar el nombre de mi padre de aquella acta triste y larga que ya dejamos olvidada en algún cajón.
Las letras, entonces, simplemente se escaparon de la posibilidad de hacer algo en ese momento, y me invadió una sensación profunda de indefensión.
Entendí que ello era el precio de estar constantemente en medio de la fantasía, en medio de la irrealidad. Comprendí, también, que el deseo no era capaz de materializarse así, pero que, de alguna manera, es en la fantasía donde nace el principio de realidad; que ese deseo no encontraba ni tiempo ni espacio, pero que no siempre era necesario.
Comprendí que, al final, las letras y sus utopías no te libran de vivir, no te salvan del día a día, pero sí palian las heridas que esa realidad —la real— te va dejando.
Al final, las letras, muchas veces, son cicatrices.

Escritor, psicólogo e imaginante mexicano dedicado a la educación. Con gusto por las letras, los cielos nublados, la música, mi gente, el café y el mezcal.
