A veces me gustaría poder ponerme más triste por las muertes de mujeres que no conozco ni conocía. Me gustaría que las lágrimas que me salen no fueran generadas por cosas que son tan próximas a mí. A veces me cacho a mi misma diciéndome que no llore. Porqué soy así. A veces, de tanto sentir, ya no siento nada, y todo lo que mi cuerpo quiere sentir lo difumino hasta que se desaparece. Es como la orilla que moja el mar. Está húmedo y sabes que viene. Pero, como está lejos, sólo me conformo con esa humedad reseca.

A veces no sé si soy algo. Si soy una mitad o sólo papel rasgado esperando a que me armen otra vez; aunque no quede igual. A veces siento que sólo soy un par de piernas al borde del agua; aguardando que vuelva y que con su regreso aparezca algo. ¿Qué? No sé. Al menos ahora no me es claro.

Quizá ahora soy un collage mal hecho. Parte de una caricatura. Partes de clichés. Un melancólico mural de papel reciclado que alguien pensó sería un bonito detalle para darle a su mamá el día de las madres.

Me caga no poder llorar. Especialmente cuando eso quiero. Me importa poco si una lloradita no resuelve mi vida, pero de algo sirve. La gente siempre utiliza este ejemplo absurdo de la gente esponja. Que sólo va chupando lo que sea que le tiren y absorbe tanto que después sólo le queda escurrirse poquito a poco hasta que alguien la exprima. Mínimo se sale algo cuando escurre. Yo no soy una maldita esponja. Yo quiero ser una maldita coladera. Una coladera a la que le pase todo lo que le echen y después sólo necesite lavarse para estar como nueva. En cambio, yo. Yo soy una botella: vacía, llena y a medio llenar.

Fotografía por die lehmanns.