El “maestro” Persino llegó a casa de mi madre en el año 84 con recuerdos de los juegos olímpicos de los Ángeles, aquellos en los que los rusos no participaron. Había relojes de pared, pines, botones, playeras; yo era muy joven para reconocer el valor sentimental de aquellas chácharas, había sido fantástico conservar alguna. Me gustaba el diseño de barras y estrellas de la bandera gringa, los aros olímpicos; el olor a extranjero de aquellos objetos que venían de tan lejos. El “maestro” Persino hablaba a mi madre de nuevos récords mundiales, de triunfos mexicanos, de calores extenuantes; California fue el ombligo del mundo en aquella temporada y el “maestro” Persino se sentía la gran verga por haber estado ahí. Mi madre sólo atinó a decir que en todos esos meses que el “maestro” Persino anduvo fuera de casa, no dio un peso para el gasto familiar y ella había tenido que absorber con la responsabilidad, “el niño come, estés o no estés aquí”. El “maestro” Persino sería así de vale pito ese año 84 y el siguiente, y los noventa, y toda la vida.

Fotografía: John Kilar | Instagram