También el silencio es una advertencia

El hombre se acercó a ella. Sólo tenía cien pesos en el bolsillo.

La mujer lo miró. Llevaba puesto un vestido de flores azules, tenía un bolso en la mano y usaba pendientes de chacal.

-¿Cuánto por ir a aquel callejón? -preguntó el hombre.

Ella no respondió.

-A aquel callejón -le señaló, rascándose la calva-. ¡Puta! ¿Eres sorda o qué?

Ella no dijo nada.

La miró de abajo hacia arriba. Se rascó la mejilla.

-¿Entonces? Te voy a pagar bien -la tomó de la mano, ella no hizo nada-, te voy a pagar por el trabajo -se quitó el saco y se lo ofreció como garantía.

Ella miró hacia ambos lados de la calle. Nadie venía a lo lejos. Tomó el saco.

El hombre se buscó algo entre los bolsillos. Nada. Buscó desesperadamente. Nada.

Ella sacó un cigarrillo de su bolso y se lo ofreció. Sacó un encendedor y prendió el cigarrillo.

-¿Entonces? -volvió a insistir, dejando caer el cigarrillo.

Ella no dijo nada.

-Así me gusta -dijo, frotándose la entrepierna.

La mujer se alisó el vestido y lo tomó de la mano. Entonces lo condujo hacia el callejón.

Ella señaló el suelo, él pareció entender: se bajó los pantalones y se acostó.

La mujer se alzó el vestido para deslumbrar al hombre con su sexo desnudo. Peludo, sí, baboso. Una línea carnosa.

-Comienza. Comienza. Comienza -ordenó el hombre.

La mujer se hincó sobre sus piernas, tomó la carne del hombre y lo miró a los ojos. Su boca  comenzó a abrirse, sus mejillas se desgarraron hasta llegar a las orejas: los dientes amarillos comenzaron a crecerle más y más y más.

La mujer se agachó y comenzó a devorar el sexo del hombre.

A la mañana siguiente un niño encontró cien pesos tirados en el suelo. Los levantó y se los guardó en el bolsillo.

Fotografía por Trang Doan