Recuerdo aquellas noches inundadas de tabaco y de vino, todos sentados en una larga mesa, hablando de todo y de nada, enfrentados, acompañados, conviviendo de una forma en la que en aquel entonces veíamos como trascendental pero que ahora no es más que un recuerdo perdido entre muchos, disuelto en las luces del tiempo, en la oscuridad de un olvido que comienza a aparecer.

Recuerdo con más fuerza una noche, entre todas ellas. A veces nuestra vida se reduce al recuerdo de un suceso, de un hecho, como si antes del hoy tan solo hubiese existido un ayer, un solo día que define todo nuestro pasado, nuestra vida contenida en tan solo un pequeño montón de horas. Estamos los cinco amigos principales, los que sobreviven aun cuando las luces de los cafés y bares han cesado y tan solo quedan las luces de las lampareras de la ciudad dormida, los que sobreviven al tiempo y que aun de vez en cuando se ven, se toma una cerveza y se despiden por uno o un par de años.

Vamos por las oscuras calles del centro de la ciudad. ¿Qué hora es? Nadie podría decírtelo, aun cuando se consultara un terrible reloj, que tan sol es una cuenta hacia delante del día de tu muerte. Por un momento el tiempo estaba suspendido sobre nuestras cabezas, sobre nuestros corazones y nuestras almas. Los cinco, juntos en una fila india de manera horizontal, alineados con el ancho de la calle, nos dirigimos a nunca jamás, a ninguna parte. Nadie habla, tan solo se escucha la respiración conjugada y las exhalaciones unidas del tabaco.

Eran días extraños. Los seis nos habíamos conocido en la universidad, en un momento extraño de alineación, de coincidencia y los seis esperábamos participar en esa confluencia artística que por toda nuestra vida habíamos escuchado, habíamos leído, habíamos nada más soñado. Es por eso que adaptamos los andares y de toda esa gente hoy ya muerta, podrida, imitábamos los estilos de los poetas olvidados, incógnitos, solo disponibles en aquellas librerías de viejo que son más unión de paginas que libros en sí, destruidos por la humedad y el tiempo.

Y así íbamos, usando gabardinas en una ciudad donde nunca llueve, en una ciudad donde es calor, donde es desierto domado, humanidad trasplantada, nosotros sintiéndonos en una especie de París latinoamericano, un Londres chichimeca, sin siquiera pensar que las calles por donde vamos son lo que son, sangre derramada, fuentes y plazas conquistadas, chingados y chingadas reproduciéndose, llevando al espécimen a más allá de los tiempos.

Oh sí, tiempos buenos eran aquellos. ¿Por qué el pasado es siempre mejor que el presente? Nos sentábamos en la vieja fabrica a escuchar bandas ignotas, ignoradas, en un baile celestial en el que sólo participábamos nosotros, flotando más allá de la Luna, más allá del cielo, para volver a aterrizar quien sabe dónde, otra vez en el reflejo celestial que era aquella ciudad, perdidos todos nosotros en alguna calle adoquinada hablando con las cartas y las mujeres que las leían, con vagabundos, antiguos trabajadores gubernamentales que mueren de frente, que nunca le dan la espalda a la ley cuando esta ingenuamente los quiere   hacer huir.

En aquella ciudad celestial pérdida en el centro del ombligo de la Luna sucedían cosas que probablemente nadie me creería, cosas que tal vez mi mente tan solo ha destruido y vuelto a construir con un realismo tan mágico que el recuerdo se convierte en sueño y de repente estoy de nuevo en casa de mis padres, el segundo piso que era mi cama, despertándome dos horas antes de las cinco de la mañana, consultando el reloj y con la hora sentir un alivio profundo por la oportunidad de poder volverme a adentrar en la oscuridad de una mente apagada, de alguna forma imitando a Proust y su camino, volviéndome a dormir sin que siquiera me de cuenta, volviendo al sueño del ayer, del entonces mañana, del ayer del hoy, del nunca y del sueño celestial que era aquel entonces.

Fotografía por Martin Canova