No me cansaba de decir que no quería, que no podía, que no debía.
Cuando llegó el momento salí corriendo.
Huir sonaba a la solución.
Escapar era la única opción.
Basarnos sobre el sillón.
No había entrado ahí. Después de años todo parecía familiar, la casa, la puerta, la cocina, su andar.
Caminaba por la calle con el celular en la mano.
Naranja.
Deliciosa.
Quise decirle lo sexy que se veía, quise besarlo, colorearlo, absorber su luz.
Caminaba y dominaba al mundo.
Mi mundo.
Y recordamos todo de a poco, recordamos algo y me supo a dolor.
No podría no doler. Duele siempre pero es tan hermoso…
No puedo dejarlo, no puedo olvidarlo, no puedo seguir jugando.
Sé que lo palpito, lo creo,
lo vivo y lo deshago.
No podía.
Lo estuve pensando y se me hizo largo, recorrí el camino y me dió para pensarlo despacio.
Aunque no pensé nada.
No debía.
Pero fui allí. Lo miré, detenida, discreta, profundamente. Lo saboreé, lo besé, me hundí en él. Le quité su luz, me quito lo más claro y volvió a brillar, me quitó el sueño, me quitó el miedo.
Y aunque no quería. Quiero más.
Fotografía por Andrey Rachinskiy
Todos los días hay ideas sueltas en mi cabeza esperando las conexiones mágicas que hacen artista al escritor.
Trato de amarrarlas, no quiero dejarlas ir. Pero las ideas vuelan a otra dimensión, las personas se van, las palabras no se quedan marcadas en ningún lugar.
Soy alérgica a mi fruta favorita, como si yo misma me propusiera para el sacrificio, como si quisiera matarme para obtener placer, como si necesitara del desamor para escribir mejor.
Escribo con la esperanza de que un día vuelva, con la disciplina de un gato. Escribo por si nunca vuelve, y sin querer que me lea.
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