A ella le gustaba arrancar mis canas, y a mí me gustaba que lo hiciera porque con ellas arrancaba mis prejuicios, se llevaba mis miedos y lo único que quedaba, además de mi cabello rizado, era la sensación de estar bajo su cuidado.
A ella le gustaba arrancar mis canas y jugar con sus dedos en mi cabello, los enredaba en él y acariciaba mi cabeza con ternura; minutos después, como si de un ritual se tratara, caía en un sueño profundo y yo no quería cerrar los ojos por temor a que a mi lado no despertara.
A ella le gustaba arrancar mis canas y entonces yo era el hombre más querido del mundo; sentía su devoción fluyendo a través de mí mientras jalaba con cuidado cada cabello, y la sentía aún más cuando después me acariciaba y me comenzaba a besar el cuello.
A ella le gustaba arrancar mis canas y era como si mi vida bailara entre sus dedos, el tiempo corría y en sus manos me iba haciendo viejo.
A ella le gustaba arrancar mis canas y a mí me gustaba que lo hiciera, porque me aceptaba y aceptaba todo de mí, sin importar lo que fuera.

Fotografía por Cleo Thomasson