Si no me alcanzan los minutos, por lo menos que me alcance la piel para exprimir lo que anhelo aunque todavía no lo comprenda.

Que los segundos se desdoblen en mi tráquea como ráfagas de amor, plasmándose en la sangre como lunares que se expanden sin miedo.

Que los recuerdos confusos se conviertan en pintura y el silencio que busco pueda compadecerse de una yo que ya no existe.

Vida, muérdeme. Rota ya estoy. Sin embargo camino más entera que nunca.

Con la frente en alto y las rodillas frágiles, que a pesar de saberse heridas, no se rinden hasta terminar de reconstruirse como los pilares que siempre fueron y seguirán siendo.

Con los ojos llorosos y las dudas en la espalda pero con la irremediable certeza: la única manera en que puedo sentirme viva es bajándole el volumen a las distracciones y naufragando en un mar solitario.

Más solitario que azul, pero esa palpitante tonalidad es mi preferida y no puedo alejarme del hogar que habito en cada paso que doy cuando camino descalza junto al vaivén de mis aguas.

Sirena del viento, cántame cuando duerma, explícame el secreto para dejar de dibujar bocetos y entregarme a la nada que soy y que toco cuando mis manos abrazan montañas.

Si he de perderlo todo por intentar sentirme cada vez más libre, entonces me rendiré en la cueva de la que provengo, sabiendo que al menos, antes de morir, supe lo que se sentía hacer el intento.

Uno verdadero. Por vivir la mejor vida que pueda. Y pagar el precio.