Últimamente he tenido un sueño recurrente. Soy yo corriendo en la plancha del zócalo de la Ciudad de México, pero esta se encuentra vacía. Creo que estoy buscándola a ella, pues me encuentro muy exaltado, me falta la respiración de una manera extraordinaria, pareciera que estoy herido, pero no. Me dirijo hacia la calle de Madero que también está vacía, y no la veo.

Rodeó unas vallas que impiden el paso y sigo, me incrusto directo en los ojos de los niños que cantan, ellos sí están ahí, cantando en una lengua extraña. Cruzamos miradas y nada. Me paso todas las calles sin ver hacia los lados, hasta por fin llegar a un cuarto vacío, hay una especie de rábanos tirados en el piso junto con partes de periódicos viejos, la fecha de los diarios dice 1968, un encabezado del periódico ‘El Universal’, menciona que Tlatelolco es un campo de batalla. Las cámaras aún no existían, aunque eso no impidió que no pudieran vernos. Hay ojos por todos lados, orejas en todos los muros y muros en algunas orejas. El gran hermano está presente en lo que menos imaginamos.

Vuelvo, hecho un vistazo a mi alrededor y dudo de lo que veo, no es real, enseguida me percato de que estoy sumergido dentro de otro sueño, en donde ya estoy en mi cuarto. El papel tapiz es horroroso. Ahora es mi casa la que está fría y vacía, hundida en oscuridad aún con todas las luces encendidas. No tengo ganas de nada, ni siquiera de ponerme un suéter, ¿qué puedo hacer si nada es en serio?, prefiero auto engañarme fingiendo que no muero de frío como con todo lo demás. No la veo, todavía contengo una única pregunta en mi cabeza, la misma que encontré anotada en un papel sumergido dentro de una pecera de pirañas chifladas: ¿por qué yo no soy tú?, ¿por qué tú no eres yo?, el puto Charlie Kaufman no deja de hablar a mis espaldas. Todo es como un zumbido, un pequeño resplandor en la memoria.

Tarde de fantasmas y murmullos vivos de hambre de los cuáles todos fingían verme llorar. Sequedad ingrata, costras sin sangre, como ésta jaqueca que me corroe desde la sien hasta la raíz del cabello. Como esta piel muerta que me sabe a alcohol etílico sobre las ruinas de mis deseos que solo han sabido de aguaceros…

– ¡Vamos Kaufman, dime que estoy muerto! -, grito mientras me sirvo lo último de un jugo de manzana en un vaso de colibrís azules, – ¡atreve a decírmelo de nuevo! -, cerré. Alimento a mi pez beta (que no sé si está vivo o está muerto), caen sus migajas y veo que sigue vivo, aunque cansado de pasar veinte veces por el mismo sitio. No sé si sea yo o la ventana misma de mi yo como imagen reconstruida hacia la nada de un callejón sin salida, rodeado por obras negras, herramientas y botellas de chemo vacías: figuras abandonadas que ahora forman parte de mis dejavús amnésicos.

De pronto me sentí viejo y yo todavía no la encontraba. El agua me supo amarga y el tiempo se me hizo eterno, eterno en una estancia en la que no me pude quedar… aquel sueño fue el día más largo de la semana más larga del mes más largo del año más largo de la chingada.

Cuanto por fin la vi, fue entre laureles llenos de espinas, eras ella y no me vio. Me acerque y contemple su mirada extraviada. El pasado había sido tan bueno y nosotros tan injustos con él, que en medio de tanta histeria y de tanta ansiedad, la alegría me supo amarga también.

Un dron nos espió por la ventana y no me importó, simplemente ya no me importaba, ¿qué sentido tienen las cosas?, la intimidad, el abismo constante, nuestra estabilidad emocional; podría matarme ahora mismo y salvarte, saltar de aquí otra vez, arrojándome a la cama, al suplicio de mí mismo. Batalla ganada claramente por la oscuridad, por el remordimiento de ser un vaso vacío…

Pero NEL, decidí quedarme, me arrodillé;
y entonces al cerrar los ojos,
desperté…

tú seguías ahí
pero eras otra.

Fotografía por DIADA