Historias cortas para noches largas

Faltaban dieciocho días para contar un año desde la última vez que nos vimos. Sí, aquella noche donde llené de lágrimas las calles de Manhattan después de nuestra trágica despedida.

Muchas cosas habían cambiado desde aquella velada. Muchas palabras se habían quedado en el tintero, o peor aún, en el olvido.

Lo que permaneció intacto fueron mis ganas de verte, esas que traté de disimular entre coincidencias que me llevaron a hospedarme en el mismo vecindario. Tan cerca de aquel parque en el que compartimos una caminata llena de confesiones, tan cerca del restaurante italiano donde intercambiamos historias y rezagos de una resaca.

Nuestro reencuentro no pudo ser más frío, incluso más que aquel frente helado en el que casualmente aterricé en tu ciudad durante el otoño. Parecía haberme encontrado con otra persona, con una que sentía el compromiso de verme por negocios, que llevaba el tiempo contado, cuyos silencios incómodos se tornaron como parte habitual de una conversación.

Quizá lo necesitaba; una dosis de cruda realidad nunca viene mal cuando una vive inmersa en una mentira autogenerada para mantener encendida una ilusión que nunca existió.

Una vez más lo hiciste, mi querido New York. Arrebataste otro pedazo de mi corazón y esta vez no de la forma política. Te llevaste otro de mis suspiros para guardarlo bajo el asfalto, asegurando que regrese a dar batalla, para demostrarte que seré capaz de encontrar y reparar hasta el último de los trozos del corazón que me arrancaste para traerlos de vuelta a casa.