(Julio, 2015)
Hay momentos que deberían ser eternos.
Que son eternos dentro de su (a)temporalidad.
Esos que aseguras duraron más de 3 segundos aunque el reloj diga lo contrario.
Como la primera vez que nos besamos, en el pasto de la escuela, después de clases, con nuestras mochilas como almohadas ; recuerdo que acercaste mucho tu boca a la mía y yo posé mis labios en los tuyos
-¿Por qué me besas?
-No te estoy besando.
Sonreímos.
Nos besamos más.
Como cuando un dos de enero, después de no vernos durante todo un diciembre, cruzamos nuestras fronteras y a besos torpes y apresurados nos dijimos que nos extrañábamos.
La primera vez que dormimos juntos.
La primera vez que noté que ya se había hecho costumbre.
Como ese día con el cielo en tono pastel viendo la ciudad de Florencia,
cuándo íbamos corriendo a la Piazzale Michelangelo porque el sol nos estaba esperando para caer.
Como siempre que me tomas de la mano…
Tú me enseñaste a ser eterna.
A dejar de usar reloj porque el tiempo contigo no me cabría en la muñeca.
Fotografía: Irena Fabri
Me (des)enamoro seguido para poder escribir.