Siento que vivo todos los días por vivir.
Que tomo aire, pero sintiendo que no hay oxígeno que no sea nocivo para mí.
Siento que estoy en un cuerpo,
con una mente,
con un caos.
Del que no puedo salir.
Creo que este no es mi sitio.
Creo que no pertenezco aquí.
Una vez leí que todos en mayor o menor medida necesitamos sentir que pertenecemos a algo,
o alguien.
Creer.
No sentir (o al menos tan aguda) esa soledad de los domingos por la noche.
Que te hace darte cuenta de lo mal que estás en realidad.
Sentirte arropado, aunque sea con remiendos sucios que dañen y provoquen más malestar para los retazos que eres y estás.
Pero arropado.
Lo cierto es que, yo no me siento así.
No siento que pertenezca a nada.
Ni si quiera a mí, porque ni si quiera logro (re)conocerme entre tanta oscuridad.
Llevo demasiados gritos anudados a la garganta.
Demasiadas palabras que se convierten en lava.
Y queman.
Y me entumecen y petrifican.
Llevo demasiado tiempo rechazando lo que veo en el espejo.
Y mucho tiempo pensando que no soy nada.
Es una sensación que me aturde, me escuece.
Me rompe (más).
Me he comportado de forma irracional,
he ido (y voy) desorientada sin saber que calles estoy cruzando.
Y si me llevarán a algún sitio o simplemente es otro día en el que me estoy equivocando con todo.
A veces siento y veo todo y a todos lejanos.
Casi imposible de alcanzar,
siempre con el «otra vez será».
Que nunca llega a pasar.
A veces creo que este no es mi sitio porque aún creo en intentarlo un poco más.
Pese a que todo esté trucado,
o no haya reparación de la avería continua.
A veces creo que este no es mi sitio.
Simplemente porque cuando las golondrinas vuelven a los balcones.
Yo quiero regresar a su punto de partida y ser una de ellas, para tener la oportunidad de saborear el cielo.
Y a su vez
de huir y no mirar atrás.
Fotografía: Anton Fadeev
Vivimos en ruinas emocionales