El hombre poco digno de memoria

Todos los días despierto en punto de las seis de la mañana, abro las persianas, bebo un vaso de agua del grifo y finalmente voy al baño. Vivo en las soledades de un barrio minero que se ha ido deteriorando con el paso del tiempo: los obreros van y vienen, pero lo más importante, van muriendo poco a poco y con el pasar de los días este lugar tiene unos cuantos habitantes menos que pensionar. Yo tengo la fortuna de no haber muerto aún porque en realidad no soy minero, soy un absurdo profesor de Matemáticas en una pequeña escuela a unos kilómetros de aquí. ¿He dicho «soy»? Más bien era profesor de Matemáticas; hasta hace seiscientas semanas lo era.

En este momento soy igual de absurdo que antes, pero ahora los números los sustituí por letras y las pizarras por papel en blanco y tinta negra. Mi rutina cambió, pues, aunque me sigo levantando temprano y hago lo que ya he dicho antes, ya no tengo que caminar a la parada del autobús y ver las tristes, sucias y cansadas caras de los mineros; ahora sólo salgo a caminar por el bien de mi circulación. De hecho, gracias a una caminata, el martes pasado, fue que decidí el día de mi muerte.

Comencé mi día como dije: despertar, persiana, agua, baño y caminar. Pero en esa ocasión salí con un fin particular: visitar al médico porque sospechaba que estaba perdiendo la memoria.

¿Cómo alguien sabe que está perdiendo la memoria si no sabe que alguna vez sucedió lo que tendría que recordar?

Tal vez comenzó todo cuando estaba en el salón de clases y en medio de mi explicación sobre… sobre alguna cosa de números, comencé a olvidar el significado de cada uno de esos símbolos que anotaba en el pizarrón; de hecho sigo sin saberlo. Sólo sé que hay algo llamado «tres» y algo llamado «cuatrocientos diez mil millones quinientos ochenta y cuatro mil seiscientos cuarenta y nueve» ¿para qué sirve? ni idea. Ese mismo día me despidieron porque, cito: “No nos sirve un profesor de Matemáticas que no se sepa los números”.  Con tristeza volví a casa y me recosté cuando las manecillas del reloj formaban una especie de «L» y desperté cuando las manecillas formaban una «V». Cuando me levanté de la cama fui a mi librero para romper una promesa que hice ante los ojos de Dios: tomé la pequeña llave, fui a la cocina y abrí una gaveta donde había resguardado los licores hacía ya algún tiempo. Seguramente alguna vez viajé a Polonia porque entre mis manos había una botella de vodka que decía: Wyprodukowane w Polsce/ Made in Poland. Después de un rato de incontables vasos, supe por qué mejor decidí “esconderlo” bajo llave. Lo que pasó entre el día de mi despido y la visita al doctor básicamente fue: despertar, persiana, agua, baño, caminar, volver a casa y beber.

Llegó el día de mi visita al médico, sí, esa misma caminata de cuando decidí el día de mi muerte. Me confirmaron que mi memoria estaba yéndose y que además mi sangre estaba muy contaminada por los gases liberados por la mina, lo que hizo que mi corazón comenzara a deteriorarse y a hacerse poco a poco más pequeño y a trabajar de manera irregular y gracias a eso, estaba perdiendo la memoria. Si de ponerse exquisito de trata, recordar es volver a pasar por el corazón las experiencias para siempre mantenerlas vivas; así que con un corazón pequeño y deteriorado no había manera de mantenerme vivo ni a mí mismo, por lo que tuve que trasladar mi corazón al papel.

Después de la noticia que “cambió mi vida”, caminé a la licorería, compré “|||” botellas del vodka más barato y  “|” del más costoso, volví a casa y me encerré para hacer la última actividad de mi día: beber. Serví el primer vaso de licor, fui al rincón donde tenía una torre de papeles y comencé a leerlos. El que se encontraba hasta arriba era el documento que avalaba mi despido, así me enteré que alguna vez fui profesor, junto a eso había unos cuantos millones de exámenes de mis estudiantes, más abajo había un diario local que decía que habían «muerto ocho mineros por intoxicación en la mina», así supe de dónde provenía. Frente a mí había un calendario con el 31 de Julio resaltado, supuse que hoy era ese día y comencé a escribir esto. Tiempo y memoria son tan fugaces que cuando volteé a ver las botellas de alcohol barato ya habían desaparecido y sólo quedaba la costosa.

¿Platiqué en algún momento de la planta que tenía en mi ventana? Bueno, no importa, no es nada especial, sólo era una planta con ramificaciones en forma de estrella y con unas florecitas blancas que me regaló el vecino cuando llegué a vivir aquí; traía una tarjeta que decía «Bienvenido al edificio. Estoy a sus órdenes. Depto. 32», nunca la quité. Corté unas cuantas de esas ramitas y flores; soltaron, por cierto, un aroma bastante nauseabundo. Me serví de ese vodka costoso y ahí dentro puse lo que arranqué de mi planta ya medio triturado; pensé que iba a darle un sabor agradable a mi bebida porque no quería morir apestoso a vodka. Volví a mi escritorio, dejé junto a mí preparado el viejo revolver  de mi padre y bebí mi vodka con flores blancas y así unos vasos más.

Ah, ¿cómo sabía que despertar, persiana, agua, baño, caminata, volver a casa y beber era una mi rutina? Era sistemático.

Fotografía por Isa Gelb