Todo se me vuelve triste, gris. Si es que del vacío nace la verdadera creación, yo no debo de estar tan perdida. Siempre precipitándome, procuro jugar al lado del abismo. Todavía no creo, es decir, no construyo; primero hay que explorar, divertirse con todos los aspectos de vivir al borde de un precipicio, de la nada. Antes, como era más joven, era dramática: la vida era eso que se perseguía, creía avanzar, pero no podía evitar quedarme estática. La juventud potencia los sentimientos: el odio, la ira, el cariño… Y uno se lanza, sin pensar si se tendrá suerte de caer en cuatro patas. La juventud, siempre dándole vueltas al mismo problema: no existen los planes, sólo los sueños, el anhelo de hacerlo todo…

Debo admitir que a veces soy un ser aburrido, pienso mucho en las consecuencias. Me sucede algo así como el que lanza una piedra a un pozo, se detiene y asoma el oído para verificar el sonido de la profundidad. ¿Qué tan arriesgado es caer? ¿Qué tan peligroso es decidirse, correr, saltar? Oh, pero una vez que me he decidido… Nadie puede evitarlo, nada me detiene. Hacerlo, atreverse, es sentirse flotar antes de tocar el fondo; antes de chocar los huesos contra el suelo; antes de romper lo que con tanto esmero se había construido. Pararse frente al abismo, es pararse frente a la nada: mirar el cielo, de pie, en el techo de un gran edificio —el vértigo—. El cuerpo se siente atraído por el suelo, pero algo dentro, esas ganas de vivir, y de vivir bien, impide que se dé el salto. Sin embargo, hay momentos en la vida de cada persona en que el malestar del vértigo desaparece; lo único que se espera es el momento del salto, los pretextos se desvanecen, caer es encontrar la paz. Cuando todas las cosas carecen de sentido, nos decidimos. Porque el abismo, el vacío, nos dan cierta seguridad: el comienzo de la Creación; todo es como empezar de cero, hacer algo: pintar con rojo el gris, desvestir las paredes, agregar condimento, encontrar el porqué.

Fotografía: Catherine Lemblé