Habías pasado muchas noches en vela, esperando que tu teléfono sonara de nuevo. Entonces tus ojos resplandecerían a pesar de que fuera madrugada, por que un corazón que está a la expectativa es una bomba de tiempo ansiosa de lanzar fuegos artificiales para iluminar esta y todas las demás noches.
Pero nada pasaba.
Ni pasaría, porque Pao y tú habían terminado de una manera irreversible, electrizante, definitiva y aparatosa. Como un chispazo que comienza por la noche en un cable de la calle y se convierte en más y más chispas hasta que de manera espectacular genera una explosión, a la que sigue un apagón en toda la colonia… y silencio.
Un bello show de luces que termina en un desastre.
Y entonces tomaste la vieja libreta de escribir canciones. Muchos párrafos y e ideas sueltas, algunas con el mérito de haber sido grabadas y recorrido el sendero digital hasta llegar a Spotify.
Esa noche escribiste:
“Y así es como me despido de todas las veces, de toda la gente. Me despido de todos los días, toda la suerte y todas las cosas buenas que dije de ti.
Y así es como me despido, de todas las noches y todos los días. Me despido de toda tu historia, también de la mía y de todas las cosas buenas que dije de ti”
Parecía una carta fatal para tu integridad física, pero no. Era una carta fatal para tu precioso y devastador amor.
Existe un mecanismo en el cerebro humano que modifica la luz de los recuerdos: hace parecer que fueron más bellos de lo que en realidad pasó. Por eso, al llegar a viejos, tenemos la sensación de que todo tiempo pasado fue mejor.
Un segundo mecanismo es el que se activa unos segundos antes de la muerte repentina, el famoso carrusel de imágenes y pequeños clips de video diseñados de manera específica para cada individuo, una pequeña película de tu vida que narra los momentos más importantes seleccionados por tu subconsciente.
Sucedió que ambos engranes del instinto se activaron dentro de tu cabeza y pudiste ver en pocos segundos los bellos recuerdos que cosechaste, teñidos (para agregar dramatismo) de una luz amarillenta digna de una película nostálgica. Toda una producción cinematográfica a disposición tuya por única vez: lo sabías y dejaste correr esa cinta sin miedo, hasta sonreíste.
En realidad nunca podemos saber la importancia que tenemos para otros.
No hay forma de enterarnos si estaremos o no en esa última película de alguien, nuestra mente es un entramado de cables que transportan la luz de la vida y los recuerdos, hasta que una falla de energía deja a nuestros ojos ciegos para siempre.
Todas las aventuras resumidas en un chispazo: los raspones de la infancia, el sabor del sandwich de mamá, la secundaria, el primer beso, el día que escuchaste a los Beatles por primera vez, tu primera guitarra, la universidad, el difícil mundo adulto, conocerla a ella, vivir con ella, terminar con ella y finalmente esta noche.
Te sorprendió pensar que de el total de años de tu vida, ella solo había sido una pequeña parte. Una quinceava parte para ser exactos.
Al día siguiente llegaste a mi casa y me enseñaste la letra. Como buenos músicos, hicimos una canción a manera de lápida, monumento, fotografía y recuerdo de que ahí había pasado algo maravilloso, que después fue consumido por las chispas repentinas de los cables de la calle.
Eso sí, fue un gran espectáculo de luces: no todos pueden decir que han visto o vivido algo de esa intensidad. Y eso, mi amigo, también es haber tenido suerte.
Fotografia por ecka’s echo