Dirigíamos la mirada hacia lo oculto. Cada vez que nos arropábamos, la gravedad de la situación se fragmentaba lentamente en un pequeño copo de opacidad entre nuestros tactos y la insuficiente masa secreta clavada en nuestro vaho.
Lentamente la página se llenó de claridad. La cordialidad se transformó en la coexistencia placentera de la pasión, sólo así, con cautela fue apareciendo la integridad del alma y la sanación de las palabras que habían maldecido el siniestro placer corporal.
La desnudez era un cuadro del que escapábamos cada vez que nos mirábamos con ropa, la radiación de las palabras filtraba los poros hambrientos de dicha y profunda magia.
Vivíamos entre el desasosiego y minúsculas posiciones para permanecer ocultos de la miseria humana.
Sin pesar y sin faldas.
Sólo cuando amaneció a nuestras espaldas sabíamos de la rabia por consumar el infinito, nos esfumábamos de la existencia en el comienzo de las curvas en nuestras caderas, conteniendo la intuición por considerar lo insólito del abismo en las falacias rotas.
Nuestros ojos no suenan distinto, suelen unirse como olas que se elevan por los cielos y fingen nunca regresar al mismo sitio donde las dejamos. Nuestras bocas por su parte, celebran el festín por lo efímero y lo terso, la amabilidad siempre fue figura olvidada entre los pendientes familiares del saber.
Las distintas realidades que nos unían construyeron equilibrio en lo frágil de nuestras almas, consumando un baile póstumo de parejas e increíbles abismos de fácil torpeza.
La luz de la luna nos mecía desde la ventana, nos inclinaba a tertulias de cabaret y aburridas voces de aquel que sueña desde su inconsciente poder volar y no regresar a aquella tierra donde le han anclado los pies y la cabeza, sin poder gozar.
Fotografía: Vinnie Nanthavongsa