Antes que nada, me gustaría decir que alguna vez lo entendí, pero no.
A él siempre le gustaba el misterio y alardear de su éxito mientras tenía ciertos aspectos de su vida “escondidos” ante mí. Teníamos gusto por la mala música, de vez en cuando conducíamos 40 minutos lejos de casa, solo para tomarnos una cagua en algún jardín de una colonia fea que no era la nuestra. A mi solo me gustaba ver el cielo, tomarle fotografías a todo y estar drogada la mayor parte del tiempo.
Nunca lo quise como a quien más quiero ahora, ni quería saber sus anécdotas de infancia o conocer más de él. En realidad, no sé por qué lo soporté tanto y sí, me refiero a que literalmente nunca lo quise.
Eventualmente comenzó a tomarle gusto por hacerme quedar en ridículo frente a sus amistades (y las mías). De vez en cuando me arrebataba el móvil para leer mis conversaciones y cuando salíamos preguntaba: “¿Así te vas a ir a vestida?” Y yo siempre respondía -“Sí, y si no te gusta te vas solo”-.
Nunca cedí ante sus chantajes. Nunca acepté cambiarme la falda por unos pantalones o mi crop top gris por una blusa con mangas ¾. – “Good Job, girl”– Me decía a mi misma.
Mientras tanto, él salía con otras chicas y había decidido no querer verme ni querer hablarme, pese a nuestro “compromiso”. Un día decidí (de manera muy forzada) que no quería toda esa mierda en mi vida, pasé de largo y lo dejé.
Él se suicidó un día de diciembre de algún año que no es este, ni tampoco del año en el que lo dejé. Me dejó una cajita con una carta dentro, me pidió perdón.
El arrepentimiento le llegó muy tarde.
Fotografía por Martin Canova