A los veinte

Creo que he sido destinado a perder, me miro al espejo y me doy cuenta de lo mal nacido que soy al haber caído tan bajo, tengo setenta y dos años y no he conocido el amor, el único cariño que he tenido ha sido el que he pagado cada fin de mes en el sitio a tres cuadras de la catedral, es patético, lo sé, pero tal vez no sea tan joven ni tan viejo para poder amar por única vez en mi vida; trabajo en una oficina de correo en el centro de la ciudad, el trato al público es mi rutina diaria, de vez en cuando una que otra mujer me sonroja, pero no sé si me está coqueteando o me sonríe por mera lastima.

Días antes de que comenzara a escribir esta carta que concibo ahora como testamento único de mi martirio carnal, había conocido a un ser especial, no podía decirle humana, es más que un simple ser tangible, pero, tampoco podría estipularla como diosa, porque mi gran ego y arrogancia no le permitirían.

No tengo nada que dejar en esta tierra, más que solamente este documento donde adjunto a las veinte notas en las cuales explico en no más de diez palabras, el gran sentimiento inmarcesible que en tan solo veinte días ese ser ha ocasionado en mi retraída y vieja mente, ni siquiera mis pastillas para el dolor de rodillas me calman el dolor que me ocasionan esos malditos, intimidantes y enormes ojos cafés , esas pequeñas y delicadas caderas, sin dejar a un lado el pequeño lunar que tiene en su mano.

Podría decir que el infierno existe, y lo viví en carne propia el día que la he conocido, todas mis expectativas cambiaron, pensaba que lo conocía todo, pero me falto lo más fácil y simple que cualquier persona pudiese tener, tal vez yo pagaba por él, y trataba de ocultarlo, el hecho de solo haber follado con prostitutas no te hace mala persona, te hace un patético miserable, que no ha tenido la dicha de haber amado en sus estúpidos setenta y dos años.

Tal vez la culpa la tuvo mi madre al abandonarme por trabajar cuando mi padre murió y yo tenía once meses de nacido; ella trabajaba en una fábrica de textiles a dos horas de casa. Solo la veía media hora al día, el resto estaba con mi abuela en la casa de adobe que tenía a cinco minutos de mi colegio; por el basto tiempo que tenía, comencé a escribir, los deportes nunca se me dieron, así que mi todo era la poesía que hacia hacía mí, me glorifiqué, me volví una basura de persona, de tan gran que me creía ser, me volví odiado, era el lucifer de toda mi juventud, por eso terminé trabajando en una oficina de correo y no en una editorial como lo había soñado.

No tengo nada que ofrecerle, más que los versos más cursis, y las más románticas canciones que he conocido, los más tiernos buenos días y las vastas melancólicas despedías; pero morí desde el momento en el que me dijo que no le interesaba, que era demasiado viejo y pobre para una mujer comprometida de veinte años, que tenía todo un futuro lleno de lujos alado del hijo del senador, que era marino y millonario.

No podría decir que respete su decisión, porque nunca tuve opción, ahora solo me alegro al saber que no le hará falta nada material, solamente el amor que nunca tuve.

Fotografía por Magnus Jorgensen