Un año no caduca en un segundo

Hace unos días empezó algo porque todo mundo lo empezó: un año. Después de 365 días, se renovaron las doce hojas numeradas con el fin de ‘abrir’ una nueva etapa.
Pero, ¿de verdad comenzó algo nuevo? Si cada día sigue saliendo el sol, los semáforos no han cambiado de color, el abuelo sigue muerto y aún hay que trabajar para tener dinero.
¿Qué es lo nuevo? ¿Qué cambió después de que las manecillas del reloj atravesaron el número 12 y la tía salió a la calle con una maleta en la mano? Tal vez el peso; de subirse a una báscula después de tanta ensalada de manzana, puede existir una variación de un kilo o dos.
¿Qué se dejó atrás? Si los problemas no se limitan al movimiento de traslación. Tampoco se limitan al día o la noche. Frente al espejo, tal parece que lo único que se va dejando atrás es el pelo y lo liso del rostro.
A veces estas preguntas solo se responden asumiendo que estamos en una realidad impersonal; donde muchas celebraciones, ritos, cosas e ideas ya están dadas desde tiempo atrás. Imposiciones ajenas que asumimos como propias porque no hay de otra… o bueno, celebrar con los chinos.
También puede que, después de tener tanta animadversión a los finales durante tantos días – fin de una relación, fin de un trabajo, fin de una amistad, fin de una vida -, es necesario celebrar alguno – que no implique muerte ni lagrimas – de forma desmedida para pensar que no todo lo que acaba está mal. Que eso de que “un final es un principio” es un axioma.
Pero también pensar que no hay que celebrar, que no hay que ser parte del mundo, no resulta producente: las películas nos han enseñado que una persona aislada de su entorno suele acabar matando gatos en verano o yendo a las reuniones que “te harán ganar dinero a través de Facebook” de forma piramidal.

En fin, es paradójico pensar que un año no caduca en un segundo, pero un segundo sí genera una consciencia colectiva de renovación.

Fotografía por Gastón Suaya