Lejos de sentarle bien esos cuatro días sin intoxicar su alma, lucía como en estado de putrefacción, y no sólo por su aspecto físico. De su interior brotaban más de veinte líneas que repetían la misma oración.
No podría más sobrellevar esta carga sin ella, sin tener presente los detalles de su rostro, de su risa, de la ingenuidad que en todo momento le acompañaba. Sin sus caras raras y sus gestos que articulaban una y otra vez la misma burda imitación.
No quería más un día sin llenar la boca de artilugios o las venas de melancolía sintética.
Los ojos rojos eran el detalle perfecto, la cara pálida y las manos frías eran el complemento. La abstinencia le tenía casi muerto, casi poco sin aliento.
Creía que a su alrededor le traicionarían como a Cristo. Se sentía en el monte de los Olivos.
Esa sensación no era una alucinación, mucho menos un cuadro psicótico, era más bien, una especie de regresión, como un túnel del tiempo.
Llevaba dos días sin poder dormir con los ojos casi rojos como una bacha a punto de extinguirse.
La boca le sabía a ácidos, a cuerpos rancios y desnudos que en su mente había dibujado. Los pies casi deshechos y el corazón un poco más que eso.
Necesitaba a la musa, sentir que el llanto que le ahogaba era de alegría y no de melancolía.
No podía más.
Tomó un par de píldoras, colocó bajo su lengua un par de gotas y absorbió una bocanada que inundó de males su cabeza.
Cayó tendido en la red. Vistió de frío y en la esquina de un parque, frente a más de diez ajenos exclamó: todo estará bien.

Fotografía por Gastón Suaya