La ensalada del adiós

Despiertas. El reloj ha sonado y sabes que tienes que apresurarte, o será otro de esos sábados, donde llegas tarde. Tallas tus ojos, hasta ver flotar un montón de figuras a contraluz.

No tienes ganas de cocinar. Te da miedo repetir la suerte de Tita y entonces, todas aquellas personas que esperan probar un platillo se echaran a llorar, inconsolables, quizá arranquen sus ropas, les falte la respiración y sientan su corazón detener.

Una noche antes, dejaste arroz remojando. Piensas que quizá la canela que usarás al final puede tener propiedades curativas contra el dolor en el pecho y el vacío en el estómago. Después de todo, a veces la cocina es deber y el deber ayuda a mitigar el dolor del pensamiento y apagar el frío que pareciera apoderarse de ti.

Abres el frigo, ¡Lo que faltaba! – suspiras- No hay leche. Y así desaparece el sueño del arroz con leche y el bálsamo de la canela. Revuelves la alacena, hay duraznos… desearías que se vuelvan mandarinas, y así poder evocar aquellas manos a las que crees haber dicho adiós.

Tomas los duraznos, los colocas sobre una tabla, les cortas en cuadritos y recuerdas: unos labios que parecen siempre sedientos. Colocas los pedazos en un tazón, para después verter crema, que caerá con un pesado ¡plop!, con lo cual recordarás el sonido de un diluvio, donde quedaste atrapada debajo de un techado y casi jurarás ver los mismos ojos, que anoche te desvelaron.

Ahogas el llanto. Esparces un poco de azúcar, también trozos de nueces y revuelves lentamente. El toque final son un par de cerezas, que piensas colocar por pares. Es una vieja creencia, lo sabes, pero ¿no decían que por pares alejas la mala suerte?

Quizá con ello, alejes el recuerdo de aquél, a quien pretendes decir adiós, meter a un cajón de tu memoria y mirar el contenido con miedo, tomando precaución y temiendo la salida de una melancolía apabullante. Entonces, suena el teléfono y escuchas su voz.

Fotografía por Jocelyn Catterson