Durante toda la vida he sufrido un temor insuperable a morir de una peritonitis. Sé que este miedo tiene su origen cuando yo tenía ocho años y la señorita Graciela era mi maestra de música en la primaria.

Era la maestra más joven de la escuela, la recuerdo con claridad: pálida, ojos celestes, cabello negro ondulado. Su voz era suave y calmante. Aunque fuera irracional para un niño de ocho años —la infancia está llena de emociones nuevas y difusas—, no se me podía culpar por estar profundamente enamorado de ella.

En clase, la señorita Graciela siempre nos contaba detalles acerca de la muerte de personas famosas. Por ejemplo, nos contó lo que tenía Elvis en el estómago al momento de morir, o cómo es que nunca nadie supo cuáles fueron las últimas palabras que dijo Einstein antes de partir.

La presencia de la maestra iluminaba siempre el salón de clase con una luz peculiar y maravillosa.

Un día, con todo el detalle y teatralidad que la caracterizaba, nos contó cuando Harry Houdini murió. Luego de sufrir una peritonitis provocada por varios golpes abdominales que aceptó orgulloso, el escapista pasó a mejor vida. Aquella historia me aterrorizó.

Apenas hace unos días me enteré de que la señorita Graciela murió en 2013. La noticia catalizó una epifanía en mí. Ella me regaló algo insondablemente valioso: el amor por el arte, en todas sus formas, por lo cual quedaré siempre muy agradecido.

Me dejó también un temor irracional a la apendicitis.

Una vez que nos vamos, lo único que queda de nosotros en este lugar son las cosas que hicimos y lo que dimos desinteresadamente para que este mundo sea un poco más disfrutable.

Adiós, señorita Graciela.

Fotografía por Martin Canova