Había mañanas muy diferentes a todas las mañanas. Las que te ibas primero que yo. Te levantabas y te metías a bañar, mientras yo seguía el sueño, sin premura. Luego salías de bañarte y ahí me despertaba sin moverme de la cama, con las sábanas hechas nudo. Y empezaba lo que no sabías. Te miraba desnuda con los restos de vapores de agua caliente regocijándose sobre tu piel, te miraba en ese ritual que sólo a ti te salía. Nunca estuviste más hermosa (bueno, sí, cuando me hacías el amor, eso es insuperable y por insuperable, obvio).
Pero, ese espectáculo era único, era una danza, la danza de verte humectarte el cuerpo, de secar tu pelo, de posarte las manos por todo tu yo y mirarme como único testigo y seguir. Se ha hecho ya tarde, murmurabas. Me encantaba verte vestirte. Nunca te lo dije. Porque esas cosas no se dicen, se guardan. Como la vez que me tiraste por la cara tu playera roída que usabas como pijama y que olía a ti. Esa vez te quedaste conmigo aunque te fuiste, te tuve toda la mañana para mí solito, mientras tú ya manejabas en el tráfico. A eso le llamo aprovechar el tiempo.
Todas esas veces que te vi posar en el espejo eran un manjar, me sabían a fruta recién cortada, a café recién hecho, a miel con granola. Verte acomodar el brasier con ese movimiento tan entrenado; y si de casualidad te pescaba una mirada, me regalabas una sonrisa y me preguntabas: “¿qué?”. Como si no supieras qué.
¿Cómo que qué? No era poco que me hicieras el desayuno tan temprano y sin saberlo. Nunca te lo dije, porque esas cosas no se dicen, se sienten. Pero, no importa, igual y no lo sabes, pero no importa, igual nunca te fue tan importante.
Fotografía por Abel Ibáñez G.
escribo porque no tengo para el psicólogo.