Me llamo Brenda, ¿y tú?

Era viernes, estaba sentada debajo de un árbol, escuchando Freaking Out de the Arizon, cuando levanté la cabeza y lo vi de nuevo, con sus estúpidos lentes y un libro diferente. Los dos cruzamos miradas buen rato, estábamos sentados uno justo en frente del otro. Pude haberlo ignorado como siempre, pero me sonrió para romper el hielo, así que no pude resistirme de responderle la sonrisa, vaya cliché.

Se levantó y se dirigió hacia mí, no sentí nada, ni siquiera un poco de miedo, sólo la curiosidad de conocer su cara de cerca porque de lejos no lo veía bien, recuerdo que ese día no llevaba mis gafas puestas. Olvidé observar sus facciones cuando lo primero que me preguntó al acercase fue – ¿Habrá alguien que se conozca a sí mismo? me refiero a que si tan sólo al mirarse al espejo sepa quién es esa persona realmente. Perdón si te incomodo, dijo enseguida, es que estaba pensando en eso hace un momento.

Cada día me hago la misma pregunta, creo que sé la respuesta, sobre todo cuando me miro al espejo – le dije sin pensarlo dos veces – me mantiene pensativa y a veces creativa. Me llamo Brenda, ¿y tú? Me miró fijo con sus lindos ojos y sonrió mientras respondía, Sam, me llamo Sam.

Nos estrechamos la mano, tan inusual, clásico y ñoño, que me pareció fascinante. Se sentó a mi lado con tanta seguridad que ni tiempo me dio de pensar si quería entablar cualquier tipo de… algo, con él en ese momento.

Estábamos sentados debajo de ese enorme árbol que nos hacía sombra; yo masticaba chicle de sandía y él sólo bebía agua natural. Mientras él hablaba sobre las crisis existenciales, el carácter, la personalidad y el poder de la mente, yo observaba sus movimientos, la fuerza con la que me miraba fijo a los ojos y la destreza con la que leía mis labios cuando hablaba.

Me sentía embobada, inmersa en una paz que no podré explicar nunca, creo que debí estar loca por haberme confiado tanto de un extraño. Hablamos de tantos temas que nunca me di cuenta en qué momento pasaron las tres horas y media que estuvimos ahí sentados, hasta que los rayos del sol nos pegaron de frente al formar el atardecer, tan anaranjado que hizo que su piel se viera dorada, hermosa.

Nos quedamos callados un rato, estoy segura que ninguno quería que acaba; debo admitir que me remordía un poco la conciencia de haber pasado buen rato alucinando con besarlo. Tomé mis cosas y me levanté de prisa, iba a despedirme de mano como nuestro señorial saludo, cuando se anticipó a pedirme que lo acompañara por un trago, no lo pensé dos veces.

Caminamos buen rato hasta que encontramos una cantina, sonaba Intocable dentro, nos reímos y entramos. Decidimos sentarnos en la barra, yo pedí una cerveza y él un gin & tonic con una rebanada de limón; nos acercaron un platito de plástico con un puño de cacahuates medio rancios y seguimos con nuestra charla, mentiría un poco si supiera cuál era ese tema que nos mantenía tan entretenidos.

Era imposible aburrirme de su voz y de la manera en que hacía esas intensas preguntas, creía conocerlo de años. Yo no sé qué otra cosa podría estar pasando por su cabeza, pero mi mente no dejaba de ansiar el momento en rozar tan sólo un centímetro de su piel, se veía tan suave que mi fijación se apoderaba poco a poco, dándome ansiedad y hasta sentía como recorría un ligero calor desde mi nuca, hasta la punta de los dedos de mis pies.

El olor de la cantina nos fue relajando el cuerpo, fumábamos unos Montana y tomábamos shots de un mezcal de la casa que sabía horrible. Nos imagino ahora como en una escena en cámara rápida, sentados en los bancos de la barra, bailando, y riendo, mientras mesa por mesa iban dejándonos el lugar para nosotros solos.

Siempre me ha intrigado la atracción que siento por las personas misteriosas, con las que puedo conversar de lo que sea, con las que no tengo miedo de nada. Cuando fui al baño me di cuenta que estaba demasiado ebria, transpiraba alcohol hasta por la humedad de las palmas de las manos; sonreí estúpida mirándome al espejo, me toqué las mejillas calientes, exhalé el etílico mezcal y salí.

Lo vi ahí, esperándome con la espalda y los codos recargados en la barra, no sé cómo llegué a él tan deprisa sin partirme la madre. Envolví mis brazos en su cuello y pude haberlo besado hasta saciar mi necesidad de conocerle los labios y la lengua.

Nos besamos un instante, no sentí nada; me separé de él tan rápido, con la poca conciencia que me quedaba, que pude notar en su rostro un escepticismo que me hizo sentir incómoda. Le pedí me acompañara a mi departamento, me envolvía la estúpida culpa, quería que todo acabara en ese mismo momento y bloquearlo en mi memoria.

No hablamos nada en el trayecto, las náuseas empezaban a hacerse presentes y el olor del tabaco me tenía harta. Sentía su intensa mirada, fija en mí. No sabía qué decirle, recordé la pregunta que me había hecho en el parque y no tenía la respuesta, ¿de verdad me conocía?, ¿sabía quién era?, ¿O sólo intentaba engañarnos a los dos?.

Cuando llegamos a la puerta del edificio en donde vivía, se puso de frente para taparme la puerta, quería levantarme la cara con sus manos, pero yo me resistí a mirarlo. Empecé a llorar, era como una niña pequeña, frágil. Lo abracé fuerte de la cintura con ambos brazos y recargué mi cara en su pecho sin hacer caso a ninguna de las palabras que decía.

Lo pedí que se quitara y se fuera, me metí deprisa y corrí a mi habitación, azoté la puerta y berreé. Me sentía frustrada, enojada conmigo misma, la falsa idea de enamorarme de él, era el pretexto perfecto para darme cuenta de que lo único que buscaba, era alejarme de mi misma.