El santo grial de las cenas de fin de año o algo que no comería a menos que tuviera mucha hambre o estuviera muy ebrio (o drogado)

Un estudio empírico, de esos que se replican muro a muro a la velocidad de un virus spam, afirma que comer pollo Ka Efe Ce con champaña va bien. En realidad, no se necesita tener un doctorado en alimentos para saberlo: la grasa y el alcohol son como hermanos, y siempre deberían ser consumidos juntos.
Pertenezco a una generación que no cuestiona demasiado el internet. Tan pronto he terminado de leer la nota, le digo a mi madre que descuelgue el teléfono y pida una o dos cubetas de pollo, sin puré ni ensalada, sólo el pollo. Recuerdo que hace un año me regalaron una botella de champaña que se está empolvando en la parte trasera de la alacena, la saco y la abro y le meto un sorbo rápido directo de la botella: no está mal; podría ser mejor, pero no está mal.
Mi hermano ha visto en la televisión que, por lo que vamos a pagar por doce piezas de pollo, bien podríamos comprar tres pizzas. Le digo que no, que esas pizzas saben a mierda y que, para la hora que es, seguro ya se acabó todo. Mi hermano alega que el pollo de la Ka Efe Ce también sabe a mierda y le respondo que no es realmente que yo quiera comer pollo para el último día del año, sino que quiero darle uso a la botella de champaña que yacía en la alacena escondida como un cadáver. No muy convencido, mi hermano pregunta cuál es la razón por la que quiero comer ese pollo saturado de pan y aceite y sabor a mierda, a lo que contesto mostrándole el estudio que vi en internet. Lo lee rápido, se queda callado un instante y al siguiente me dice: va pues, probemos.
El repartidor llega media hora después. Por lo que se puede ver a simple vista, tiene más o menos la edad de mi hermano -unos veintidós años- y parece cansado. Se baja de la moto con pesadez y deposita la orden en mis manos. Se va no sin antes desearme un feliz año a manera de trámite. Le respondo “feliz año también”, pero supongo que no me oye: ya se ha puesto el casco.
Nos sentamos a la mesa y parecemos felices, como esas personas que salen en los comerciales de Ka Efe Ce en la tele que miran y tragan el pollo con la misma saña con la que los apóstoles le entraron al banquete de la última cena. Parecemos felices, pero estamos tristes. Dentro de poco, mi hermano se irá de casa a probar la vida en pareja y yo me quedaré con mis padres porque me he estancado y no tengo futuro. Pero posiblemente es gracias a que no tengo futuro que ahora estamos a poco de degustar lo que la gente del país vecino del norte considera: el santo grial de las cenas de fin de año.
Sentados a la mesa como una familia modelo, comenzamos la cena de manera formal. Mi hermano es el primero en dar una mordida al pollo, deglutirlo y, después, dar un rápido sorbo a su vaso de champaña.
—¿Qué tal está la mierda?— le pregunto.
—No tan mal, pero podría estar mejor— dice él. —Tal vez la pizza habría sido mejor opción, digo, al final las dos son comidas grasientas.
—¡Mira cómo han quedado mis dedos!— respondo, levantando las falanges embadurnadas en aceite.
Y así, comiendo aquella porquería, nos dedicamos a combatir la tristeza del año que vendrá y del que, lentamente, se va.

Fotografía: Sean Marc Lee