Siempre me ha gustado recostarme boca abajo con la pierna derecha flexionada apuntando hacia la pared. Mi cama es un rectángulo suave de mi tamaño que ha estado desde mi infancia pegada a la esquina derecha del cuarto. No existe un lugar en el mundo en el que me sienta más insegura.

Hay una anciana en mi vida que se ha encargado de guardar mi sueño todos estos años. Una pobre mujercita bien maciza que vive desde hace no sé cuánto en la habitación contigua; no hay más separación entre nosotras que un marco sin puerta, apenas cubierto por una sábana que funge como separador hacia el terreno de su habitación todavía desconocida para mí.

Cada noche, cuando todas las luces están apagadas, mi abuela entra a mi cuarto cuando ya me he acomodado y tengo toda la disposición de cerrar los ojos para dejarme llevar por el sueño. Ella acomoda en silencio, a mis espaldas, con un cuidado imponente y unos ruiditos casi suaves, una pequeña sillita de madera que compró en una subasta de cosas viejas de una guardería cercana que cerró hace pocos años. Acerca esta sillita a mi cama y se sienta a mis espaldas para verme conciliar el sueño, yo apenas escucho cómo rechina la madera cuando ella deja caer su cuerpo marchito.

Últimamente he tenido fantasías en las que miro a mi abuela apuñalándome por la espalda justo en el momento en el que entro al sueño más profundo, como si el dormir de pronto me dejara indefensa contra cualquiera de sus planes. Me imagino a esta mujer mirando mi cabello descansar sobre mis hombros mientras respiro con una tranquilidad que es insoportable para ella. En mis sueños, ella siempre tiene los ojos bien abiertos y tan brillantes que alumbran toda la habitación de pura luz seca, esperando que el sueño me atrape y me entregue a ella en una ofrenda definitiva.

Tengo que ser sincera: nunca he conseguido darme cuenta del momento exacto en el que toma su sillita y se larga a su habitación, siempre me quedo dormida antes de averiguar qué hace al levantarse, antes de irse o cómo es que decide que es el momento preciso para ir a buscar ella su propio sueño.

Quiere matarme, ya lo sé. Quiere matarme porque no la dejo dormir. Lo planea en las horas de la noche mientras observa mi cuerpo subir y bajar cuando respiro sin voltear a verla. ¿Qué es lo que le he arrebatado que se sienta a esperar a que se lo devuelva? Mi sueño le impide dormir, y nunca me he atrevido a no darle la espalda o quedarme despierta hasta que se vaya, nunca he intentado verle la cara.

Tomé la decisión y el día ha llegado. Motivé el valor necesario, me harté de ser mirada sin descanso, me rehúso a compartir sueños íntimos con su mirada que no se pierde de nada y, por vez primera, no le doy la espalda; decido mirarla fijamente sin quedarme dormida, esperando su siguiente movimiento. Peleo esta noche contra el sueño y contra ella. No decimos palabra. Exactamente a las 4:07 de la madrugada se levanta y, con toda calma, toma su silla y se va. Sus ojos por fin se apagan.

A la siguiente noche no vuelve. La espero ansiosa para repetir esta guerra con las mismas jugadas y darle la cara por fin después de tantos años… pero no regresa y no hace ningún ruido en su habitación. Por la mañana me la encuentro en la cocina y ninguna cruza la voz sobre nuestra obediencia nocturna. La espero de nuevo cuando ya todo está oscuro y me preparo para dormir: otra vez no llega.

Pasaron tres o cuatro días y mi abuela no regresa a cuidar mi sueño. No puedo dormir, la he molestado con mi soberbia, y el castigo es que se ha robado mi descanso. Pasa una semana y ella no aparece en la oscuridad con su minúsculo trono. No duermo y no tengo ganas de comer, el pelo se me cae y los dientes empiezan a enchuecarse, me he bañado apenas dos veces en esta semana y me arde la necesidad de escucharla respirar en mi nuca.

Me decido por fin después de pensarlo todo el día, tomo prestado un banco de madera de la cocina y me resuelvo a esperarla esta noche en su habitación para aclararlo todo. Ella entra, se pone la pijama y no me dirige la palabra ni su mirada. Yo estoy sentada en el banco esperando que tome su sillita y podamos ir juntas de nuevo a mi cuarto, pero no lo hace. Se queda inmóvil frente a su cama que está pegada a la esquina derecha del cuarto, luego se recuesta y me da la espalda, flexionando la pierna apuntando hacia la pared.

Me quedo viéndola dormir y no sé si estuve dos o tres horas. El tiempo no se percibe como el espacio. Miro su cabello descansar sobre sus hombros y planeo volver a la siguiente noche y a la siguiente y a la siguiente… hasta que note mi presencia, y quiera volver a verme a la cara. Todavía no creo que al fin me haya librado de ella de una vez por todas.

Bostezo. El sueño me está venciendo, tomo mi banco y salgo en silencio de su cuarto. Miro el reloj, son las 4:07 de la madrugada. Estoy condenada.

Fotografía por Larren Lee