Escarmiento

Cuando me recogió yo era una gata arisca. Me encontró refugiada debajo de un coche tras la tormenta. Lanzaba mordidas y rasguños a la mano que intentaba alimentarme. Me levantó del suelo con una cobija mientras yo, temblorosa, me deshacía en manotazos y zarpadas intentando proteger mis heridas del roce de la manta. Mientras él caminaba conmigo en brazos, iba probando nombres con los cuales me llamaría, me acariciaba e intentaba calmar el ímpetu con el que yo lanzaba mis ataques.

Llegando a su casa me dio un baño de agua caliente, lavó y desinfectó mis heridas a pesar de que mis uñas se enterraban cada vez más profundo en sus brazos y la garra mía hacía brotar botones de sangre de sus manos, él resistía y seguía llamándome con nombres cariñosos mientras me curaba. Con paciencia cepilló mi pelambre hasta que entré en calma y a mi pelaje le devolvió su brillo jovial. Me ofreció leche tibia mientras acariciaba mis patitas: lloré toda la noche, temiendo a la calle que (aunque rapaz) había sido por tanto tiempo mi casa. Lloré la noche siguiente y a la siguiente. Él se acercaba a mi en la oscuridad, me levantaba del tapete para cargarme hacia su cama y me susurraba los nombres más amorosos hasta que yo volvía a recuperar el sueño; a la tercera noche yo ya confiaba en su voz y con solo escuchar sus pasos acercándose a mi, me venía la paz, lo acogedor, la calidez. Por falta de punto de comparación me diría que eso fue la felicidad: sus cuidados me habían llevado de la ira a la lealtad, y cada mañana sin falta yo lamía sus manos y sus pies como muestra de mi agradecida presencia, para recordarle que yo era suya.

Lo amé.

Un día cercano, al hombre le dió hambre.

Me llamó a la cocina a donde acudí a prisa contenta, esperando escuchar el plan que tenía para nosotros.

Con un destello de apetito en su mirada tomó un cuchillo y, levantando mi cuerpo por la cola, me posó en la tabla. Primero me cortó las orejas y de ahí levantó mi piel para comenzar a despellejarme. Luego sentí el filo caer sobre mis patas delanteras y antes de que me cortara la cabeza dirigí mi mirada hacia su cara esperando encontrar amor o piedad o ternura o lástima. En él sólo encontré la lejanía, la oscuridad. No puse resistencia y me dejé manosear por dentro, permitiendo que él extrajera mis vísceras y pudiera arrojar mis pedazos de carne al sartén con mantequilla, sal y limón.

Cuando el hombre terminó, se chupó los dedos, lavó su plato y salió a la calle, era un día soleado.

Fotografía por Issac Moroni Cordero Escobedo