Cuando vivía en Japón practicaba zen en un monasterio en las montañas de Hyogo. Durante el invierno, la cantidad de nieve nos forzaba a dejar el templo por unas semanas, tiempo que aproveché para visitar a mi prima en Kioto.

Para ese entonces llevaba ya casi un año en el país y había turisteado muy poco. Julieta, estudiante de maestría en una universidad de artes, lo había hecho mucho así que se encargó de pasearme por las atracciones más conocidas del área de Kansai.

Definitivamente lo que más disfruté fue pasar el día en Nara, el lugar donde humanos y venados conviven de una forma muy particular.


Fue con el corazón roto que dejé Japón la primera vez después de pasar ahí dos años. Estando en México, solo podía pensar en volver.

Esta imagen es de mi segunda ida. En ese momento ya no era la estudiante de un templo con bolsillos vacíos, sino más bien una viajera y aproveché para hacer algo que siempre había querido: renté un cuarto de hotel tradicional japonés. Me alcanzó sólo para una noche, fue todo lo que esperaba y más.


Lo que más me gustaba hacer cuando visitaba Tokio era subirme al metro, casi siempre sin rumbo, explorando las diferentes líneas y sin pensar en volver a la superficie.

Es un sistema tan enredado y la vez no. Visualmente es decadente pero bello, ruido y silencio, soledad colectiva, caos ordenado.


Esta foto la tomé en un pequeño templo cerca de casa de mi amiga Ingrid, ella vivía en Gion, el distrito más famoso de Kioto. Cuando tenía que salir del monasterio por algún motivo siempre podía contar con ella para darme techo y un futón a lado de su refri.

Como tésis de doctorado, Ingrid estaba traduciendo el Shobogenzo, uno de los textos más importantes del budismo zen y para esto necesitaba profunda concentración y soledad.
Para no estorbar yo hacía largas caminatas fotográficas y regresaba lo más tarde que podía a platicar un rato y dormir.


Los japoneses tienen la increíble habilidad de quedarse dormidos donde sea y en cualquier circunstancia, y los trenes son tal vez su lugar favorito para hacerlo.

Yo intenté adoptar esa costumbre varias veces, todas en vano. Con una envidia enorme, de la buena, no me quedaba más que admirarlos y fotografiarlos.

Ese día viajaba a la ciudad para hacer un trámite, traía no más de tres horas de sueño encima y me esperaba un largo viaje. No lograba dormir. Se subió una estudiante de secundaria que en su trayecto de veinte minutos logró dormir unos quince.