Odio que te hayas ido.
La ciudad dejó de ser la misma y todas sus calles comenzaron a doler.
Me cambié de casa para ya no atravesar ese estacionamiento de donde una madrugada me robé un carrito del súper para tu depa; pero conocías mi nuevo hogar, también dormiste ahí y me hiciste llorar el día que regresé de la playa y me dijiste que te ibas lejos. Después de tu huida no hallaba forma de dormir o sedarme el llanto; atrapada en ese cuarto sin ventanas me pasaba las noches sentada en la esquina del colchón viejo -que venía incluido con la renta- tomando destilado de caña mientras en el espejo veía como los huesos me rasgaban la piel y la tristeza se me colgaba de las ojeras.
Se acababa la botella y al fin dormía.
No quería estar en casa pero tampoco en otro lugar, pues todos me recordaban a ti.
Mis amigos, los tuyos, odiaba encontrármelos, que me dijeran lo flaca que me había puesto desde que me dejaste; como si no supieran que mi apetito se mudó contigo a Monterrey.
El estómago me hervía y el ardor llegaba hasta el pecho, me dolía respirar.
Olvidé cómo ser yo sin ti y traté de buscarme siendo una persona diferente, así se me vació el espíritu y dejé de sentir.
Pasé poco más de un año perdida en un agujero que hizo todo lo contrario a nutrirme el alma…me secó, y los monstruos que encontré en ese hoyo siguen tocando mi puerta de vez en vez.
No te odio por haberte ido, si no por lo que me convertí cuando te fuiste.
Fotografía: Isa Gelb
A veces me siento onírica, ajena y carente de alguna realidad certera.