“Yo los quisiera ver en los mares del sur
una noche de viento real, con la cabeza
vaciada en frío, oliendo
la soledad del mundo,
sin luna,
sin explicación posible,
fumando en el terror del desamparo”.
- Gonzalo Rojas.
Me citaron a las 3:30 en la casa morada del Nomo, bajista de la banda, que se está allá por Canal de Chalco. Llegar al cuarto de ensayo guiándome desde la ubicación de una aplicación sin datos, jamás es tarea fácil. Venía del Metro Periférico Oriente, así que tuve que aventarme una carrera épica de unas quince o veinte cuadras para poder llegar a tiempo. Cruzar el escuadrón de la muerte tallado de láminas viejas y paredes de metal oxidado. Ahí las casas son montones sobre montones, retos sobre restos, bolsas de la Bodega Aurrera en donde depositan la basura y retazos madera mojada.
De una casa observo que sale un güey con cerveza Carta Blanca en mano, pasa y se mea justo en lo que los árboles enraizados han dejado de banqueta, mientras que simultáneamente un grupo de vatos malvibrosos me clavan la vista directamente, dejando de lado sus monas de nieve de naranja. Solamente me límite a alejarme, mientras los sonidos de sus voces me alcanzaban preguntándome que qué se me había perdido ahí. Seguí sin darle importancia. Sabía que el barrio no me haría nada y que solamente estaban tratando de marcar el territorio de lo que ellos mismos habían delimitado como suyo. ¿Quién no fue verguero al ver a alguien desconocido pasearse por la esquina de su barrio?
Mientras me seguía sumergiendo por esas calles sucias llenas de ruido y desigualdad con bultos gruesos de cemento tolteca de extraña melancolía. En cada bocanada de aire se podía palpar el ambiente hostil pero generoso que abrasaba y delimitaba todo el latir de cualquier güey del déefe. Fue un escenario bizarro. No importa cuánto siguiera corriendo, las esquinas eran igual en todos lados.
A veces pienso que sólo hace falta observar a detalle cada rincón de ésta ciudad de mierda para que uno mismo pueda notar y sentir que hace tiempo que la ilusión dejo de viajar en trolebús, que desafortunadamente la suerte no hace transborde, que un mexicano siempre tiene que ser lo que tiene que ser, y lo más fuerte, que no se rompen moldes…
Justo ese andar, ese vacilar entre escapar con cada zancada y permanecer en la malinterpretación, con frecuencia nos hace pensar en las ruinas como algo alucinante, jamás se piensa en el desastre ni en lo que lo detona. Siempre se habla de que saldremos a delante; no nos miramos nunca a nosotros mismo aplastados por las ruinas emocionales; las voces de la ciudad son de dolor y de fiesta, tienen la consigna de ahogar las penas, fumarse los problemas y –a seguirle chingando porque ‘no hay de otra’-.
Mientras seguía saltando calles y cruzando avenidas, los escenarios fonki crecían, el olor a chemo enmarcaba la evidencia de todas las causas perdidas. De embotellar todo el dolor en un pedazo de algodón y así dejar tu depresión en una lata vacía. Vacío como me sentía yo. Vacío como el estómago de los niños indígenas de la avenida, que tampoco comían y se alimentaban de migajas de bolillo sopesándolas con refresco de mandarina, pasando todo el día fabricando muebles de madera que nadie valorará y terminaran mal vendiéndose desde los de la discriminación.
El sonido de los madrazos de realidad que nos hunden o nos curten, podían escucharse a una cuadra de distancia. Mientras yo seguía con mis pasos agigantados recorriendo aquel asfalto lleno de baches y calles sucias con mis botas, el sonido de una batería que marcaba el tiempo, seguido por las líneas melódicas de una lira a dos de estar desafinada junto a un bajo que se tornaba como punzadas de pómulo hinchado; el escenario se cimbro, aquel cuarto de ensayo era difícil de detectar entre más de una casa morada. Me acerqué a una ventana y toqué fuertemente el cristal, aquel ruido se paró de golpe, unas risas se escucharon al fondo mientras que unas manos removían la cortina blanca de encaje, y entonces sabía que había llegado.
¿quién se lo iba a imaginar, el mismísimo Danny Furia abriéndome las puertas del averno, de aquella habitación vuelta casa-hogar del punk de deportivo. – “Ahuevo maestro, sabía que eras un chingón, pásale carnal, échate una cheve, serás de los primeros en escuchar lo nuevo que se viene”-, me dijo mientras caminábamos a aquel cuarto de donde salía todo el ruido.
Me senté justo en la orilla de un sillón todo puteado, desgastado y tapizado para pasar desapercibido. Sale a Cristóbal mientras me pasa la caguama para que le diera un buen trago, sonaron sus batacas y eso marcó el inicio del chingadazo anímico MÁS chido de mi vida. Era impresionante la calidad, no podía dejar de mover la cabeza, era imposible quererse contener las ganas de pararse y agarrarse a putazos con otros güeyes, todas las bocinas apuntaban a mí, el espíritu me retumbaba, las ondas sonoras te llegaban hasta las ideas, cada golpe de sonido te mostraba una imagen de odio y frustración en situaciones de la ciudad, lo chido, lo culero, lo sucio, lo verguero.
Todo el escenario dentro del cuarto era la descripción perfecta de que los años no pasan en vano, de que los madrazos duelen y a veces no nos curten, que uno jamás nota cuando la adolescencia se le ha ido, que nuestra rebeldía sin filo descansará ahora pronto en un sillón.
En aquella habitación dividida ente rojo y azul, había un cuadro con una frase de Henry Miller que decía que ‘el mayor acto revolucionario es renovarse a sí mismo’, justo alado de una bandera negra con una estrella roja al centro y el cuadro de ‘el grito’ de Edvard Munch. También había muebles pequeños que dividían el cuarto entre la batería y el vocalista y la zona de descanso, caguamas tiradas, latas vacías, ceniceros, salsas valentinas, puertas rotas, amplificadores metidos en lugares donde los mamadores meterían enciclopedias. Jamás los libros de historia de la UAM y de la UNAM habían servido para tanto, estabilizado una bocina rota que se encontraba a punto del colapso. Todo era una escena magnifica de lo que la vida nos había dejado. Paredes sucias e intervenidas por manos artistas, rostros como banderas de movimientos, frases sobre la existencia, letras y letras en medio de recortes y dibujos enmarcados por la sinfonía del ruido de los madrazos.
Aquel ensayo fue épico. Todo les salió perfecto. Las notas, los amplis, el ruido, puuuuuf. Las risas no mermaron la creatividad de rehacer la ceniza y conformar un incendio. Toparme con esas canciones, con la energía mítica de esos vestigios cabrones y tomarlo y gritarlo sin ninguna consigna ni cheque de rebote o consecuencia, me pareció de lo más maravilloso de aquel ‘NELÍSMO’ en cada nota.
Fue mayor mi sorpresa cuando al finalizar, pasando las risas y las anécdotas vergueras, te topas de frente con personas, sí, personas que bien pudieran ser cualquiera, pues ese grupo punk de señores estaba conformado güeyes macizos, adultos con carrera que bien se salían un poco del estereotipo ‘punk band’. Y me pareció tan valioso saber eso, saber que estos güeyes salgan y digan este tipo de cosas. ¡Puf!, era magnifico. Encontrar una voz entre las ruinas de la vida y además hacer resonancia con los pedazos que nos quedan. Sembrar el valor fomentando el verguerísmo y la ironía.
Esa quizá, podría ser la única manera de que las ruinas no se nos vengan encima…
- ¡Graciaaaaaas Señooooor Feudaaaaaaal! –
Fotografía por Anastasia Boichuk
Plasmo fragmentos de realidades con las que me topo de frente.
Me dedico básicamente a no ser invisible y que nada a mí alrededor lo sea.