Vivo a la mitad de un rectángulo de 32 casas blancas, igualitas entre ellas. Cuando mis amigos vienen a visitarme por primera vez y cruzan el pasillo de la entrada, no saben a cuál de ellas acercarse a tocar el timbre. Solo un número pequeño de piedra (escondido entre las plantas) y el color de las cortinas distingue una de otra. A veces, también, el perro que esté aullando o moviendo la cola desde una ventana.
Suele reinar el silencio, a pesar del niño que todas las tardes ensaya el piano y toca como Liberace –sin que esto sea un cumplido– o la señora que siempre le está gritando “¡cállate! ¡cállate!” a su labrador, cuyos ladridos apenas son audibles en comparación.
Nunca pasa nada.
Nunca pasa nada, y es reconfortante.
Pero la muerte también acecha el lugar donde nunca pasa nada, porque cada día hay más ventanitas negras. Recuerdo haber escuchado una conversación entre mi madre y un vecino, quien dijo que llevaba mucho tiempo sin ver al señor de la casa junto a la suya. “¿Qué no sabes?” preguntó mi mamá. “Se murió hace un año”.
Entonces al cruzar el pasillo de la entrada, cuando ya es tarde y estoy cansada y voy arrastrando mi mochila y pensando en el ensayo que tengo que escribir y en mis audífonos cantan a gritos los Sex Pistols, me detengo ante una de las casas blancas. Todas sus luces están apagadas, la falta de cortinas revela un agujero negro. Hace unos días no era así, había un perro dando brincos en el jardín y luz dorada en la sala. Una enfermera, una familia entrando y saliendo.
Pienso en los ladridos, en los “¡cállate! ¡cállate!”, en el piano y en los amigos preguntándose a qué casa tocar. Cada uno de esos sonidos se irá callando hasta que algún día solo haya silencio y ventanitas negras. Y quizás no me dé cuenta.
Fotografía por Benedetta Falugi