Subió las escaleras como pudo, tambaleando de un lado a otro. Llegó jadeante hasta la puerta de su apartamento. El 304. Abrió con dificultad después de encontrar el racimo de llaves escondido en la bolsa interna de la chamarra, tan pronto entró se sentó en su sofá roído y Sófocles vino a maullarle por lo bajito. Roberto miró a su gato mientras trataba de soslayar el dolor en el pecho con la mano derecha. En el apartamento de al lado el vecino tarareaba Se me olvidó otra vez de Juan Gabriel mientras sonaba a todo volumen. Quiso llamar a su madre. No pudo. Los dedos se le ponían trémulos y desistió.
La hora había llegado, pensaba.
Iba a morir ahí, de esa forma. Sentado en su sofá, quedando con los ojos abiertos y mirando hacia arriba.
Le punzaba el brazo izquierdo. Y él pensaba en que a Sófocles no le quedaba mucha comida. Pensó en abrir la puerta como último esfuerzo y que se fuera. No merecía morir de hambre o de pestilencia con el olor que iba a despedir en algunos días su cuerpo dolido.
Pequeños aguijones le subían por el bíceps y se regodeaban en los confines del pectoral. Y Roberto se concentraba en la parte de la canción que dice: “Que nunca volverás, que nunca me quisiste…”
Una respiración agitada le hacía temblar la caja torácica, mientras sonreía al recordar la vez que conoció a Lidia y lo feliz que fue en aquel viaje a la playa cuando era niño y el abrazo de su hermana en aquella tarde de enero y la sonrisa de Gabriela y su primera vez y la ola que lo revolcó mar adentro y sintió que iba a morir y no murió, porque ahora estaba ahí 38 años después tendido sobre su sofá con un tufo a sopa que venía del apartamento del 301.
La boca se le secaba y pensaba en que iba a morir en octubre, el mismo mes en que había nacido, ese día en la noche iba a ser una luna muy bella para iluminar su rostro pétreo y acartonado. Bajo el cielo de Libra moriría. Siempre se había considerado un especie en extinción y hoy le tocaba extinguirse, sin más testigo que Sófocles, ese pobre animal que de vidas ya llevaba cinco. Y que se le acurrucaba entre sus piernas llorando, prediciendo el final. ¡Tan solito iba a quedarse!
La vista languidecía. La respiración se entrecortaba como el tono de un teléfono que llama a un lugar en el que ya no hay nadie. “¿El más allá?”, curiosa pregunta lo asaltaba en los últimos remiendos de aire. Agradeció el viaje, se sintió satisfecho y se dijo listo. Cerró los ojos y la oscuridad duró nada.
Entró en el túnel, una luz en el camino empezó a cubrir su conciencia de forma incandescente. A lo lejos, quedaron los aullidos de Sófocles; se apagaron conforme avanzaba y un silencioso camino lleno de paz le abrazó el alma. Sí, eso debía ser el alma. Es lo que queda. ¿Qué más si no?
La luz empezó a volverse cada vez más diáfana. El túnel se convierte en un puente.
Silencio.
De pronto, un salto al vacío, un ruido ensordecedor lo despierta. No entiende nada. Una bomba de tiempo en el pecho le es activada y con ella, unas enormes ganas de llorar atoradas en el pecho.
Llora.
Llora Roberto.
Llora porque dejó de llamarse Roberto y ahora se llamará Laura.
Llora porque acaba de volver al mundo y por breves instantes comprende la magia del universo, comprende que se llega llorando porque se llora al que fue.
Y es aquí, donde recordará años después, la afición por los gatos y a Juan Gabriel.
Confirmando que muy feo no ha de ser el mundo, porque se llega llorando y es aquí, donde tiempo más tarde, aprendemos a sonreír.
escribo porque no tengo para el psicólogo.