Para Alenka.
Ella baila frente a mí, pero no me reconoce. Es la tercera canción en este cuarto del tamaño de un baño con la que la veo mover sus caderas. Se ve gloriosa: usa un Bralette negro que combina con su tanga dorada. Además, lleva el pelo suelto, los labios rojos y unos tacones que, si me pidiera lamerlos, lo haría sin pensar
Somos viejos amigos, pero ella aún no se acuerda.
Lo hará, el recordarme, al principio de la tercera canción, cuando tenga mil doscientos pesos menos en mi cartera.
Porque cuando acabe este tema, Sanguinarios del M1, voy a pedir otra norteña y luego algo con lo que espero piense en el día que nos miramos por primera vez: Famous blue raincoat.
Y si esa melodía no logra su cometido, le voy a preguntar directamente por lo que ocurrió hace 2 años. O bueno, hace un poco más: 783 días, para ser exactos.
El lugar por el que empecé a tachar los días en el calendario: la alberca de un hotel frente a Playa Azul, en Michoacán, en la noche.
Yo llevaba un rato chapoteando de un lado a otro del cloro, con un whisky en la mano y con el pensamiento de que toda la gente que conozco en algún momento va a morir.
Entonces, ella entró al agua y se sumergió casi 1 minuto. Salió, resopló y volvió a zambullirse. Cuando tomó aire por segunda vez, le hablé: “¿Quieres un trago?”.
Ni siquiera pensé que podía venir acompañada o en ser rechazado.
—No tomo —respondió.
Asumí la derrota de inmediato, pero ella me dio el trofeo: “No tomo whisky, es lo que quería decir, ¿hay mezcal?”.
Pedí un par de shots y le pregunté su nombre.
—Marina.
Marina me dijo que llevaba 2 días en el hotel, que había pedido unos días en su trabajo —abogada para un banco— para “salir de la rutina” y que siempre quiso ser aeromoza. Luego le dije que como no conocía nada de ella más que su nombre, su cuerpo dentro del agua y esos pocos datos, esa noche podíamos jugar a que era una aeromoza. Entonces le pedí que me diera instrucciones de vuelo. Lo hizo. Me abroché el cinturón y volamos a mi cama.
Nos despedimos al amanecer. Su avión salía a las 8 de la mañana y yo todavía tenía un par de días libres. Le dije que trabajaba en una aseguradora. Y no había mucha mentira en eso: realmente me aseguraba de que los camiones siempre tuvieran el paso libre. Me dio un beso antes de salir del cuarto. También me dijo que no se iba a olvidar de mí. Le pedí su teléfono. Me dijo que no lo arruinara.
Últimos segundos de la segunda canción y ella sigue bailando frente a mí. Yo ya no la reconozco: aquí la llaman Natalie.
—¿Quieres otra canción? —me pregunta.
—¿Conoces a Leonard Cohen? —le digo.
—Tiene buenos poemas.
Al oír mi petición, Famous blue raincoat, abre más los ojos.
—La abogada que quería ser aeromoza —le suelto.
Su rostro expresa sorpresa. Se acuerda y deja de mover las caderas.
—Esa barba… el pelo… no te reconocí, perdóname —trastabilla las palabras.
—Dos años… te busqué durante dos años.
No responde, pero me mira detenidamente. Leonard Cohen sigue sonando. Algunos sonidos vienen de afuera, del bullicio de la pista y las mesas llenas de clientes.
Le reitero: “Dos años, dos años te estuve buscando”.
Entonces, Marina o Natalie o la abogada que quería ser aeromoza, sonríe.
—Te voy a regalar una canción, piensa bien cuál. Piensa que será una canción que nunca vas… Vamos a olvidar. Nunca la bailaré para nadie más ni tú la vas a poder escuchar sin pensar en mí. Pero luego de este baile, de escucharla juntos, tal vez de un beso, te vas a ir y no me vas a buscar de nuevo, es por tu bien… también por el mío. No vamos a volver a vernos.
—Pon la de Cohen otra vez.
Escribo en libretas baratas y en medios como Milenio, Nexos y Yaconic. Aficionado a los bosques y a las panteras.