Ayer por la noche volví a ver la última película que vi contigo. ¿Recuerdas cómo fue?
El día que la vimos me había salido temprano de casa para ir a verte. El plan era sólo vernos unas horas y después ir directo a clase, pero no fue así. Después de pasar la mañana juntos decidiste acompañarme a la escuela. Y ya en el vagón del metro sentados juntos —muy juntos—, disfrutábamos los pocos minutos que nos quedaban así de cerca, cuando mi teléfono sonó.
—¿Hola?, ¿ya vienes? Regrésate, en la escuela hay un apagón y nos mandaron a casa— me dijo mi amiga muy apresurada.
Di las gracias y colgué.
Teníamos suerte.
—Tengo desde ahora hasta las diez de la noche libre. ¿Qué quieres hacer? — te dije con mis ojitos llenos de emoción.
No respondiste, sólo sonreíste y me jalaste rápido del brazo para bajar de la estación antes de que las puertas se cerraran. Hasta ahora no puedo recordar que estación era, porque cuando viajaba contigo no me importaba. Jamás me detenía a pensar en donde estábamos. Salimos del metro y caminamos unos minutos agarrados de la mano. Nuestras manos se balanceaban de un lado a otro sin ninguna preocupación, como si fuéramos dos niños pequeños.
Llegamos a un centro comercial. Ahí donde fue nuestro primer beso. Queríamos hacer todo, lo queríamos todo, todo eso sin tener ni un centavo de más en los bolsillos. Era evidente, ¿qué estudiantes cargan con más dinero del necesario?
Brincábamos de local en local sólo viendo y riendo cuando apareció de la nada un anuncio a lo lejos: «20 pesos», decía. Enfoque de nuevo; «Todo a 20 pesos. Palomitas, entradas y nachos». Y así fue como gastamos lo poco que teníamos. Juntamos y completamos con centavos el monto de nuestras entradas, dándonos el lujo de comprar nachos para cada uno. Ese día me tocaba elegir la película, aunque tú estabas emocionado por ver una sobre un escenario apocalíptico, accediste amablemente. Ha pasado tiempo, seamos sinceros, aceptemos que amaste todos y cada uno de los 121 minutos de película.
La sala estaba casi vacía. Nosotros éramos los únicos niños tontos ahí. La función inicia, la protagonista está en aprietos, su trabajo tiende de un hilo y algo anda mal con su hija. Me besaste. Creo que su marido la ha engañado. Me besaste de nuevo. Dos enamorados dentro de una sala de cine un lunes por la tarde.
Cuando la película terminó deambulamos un poco en el pasillo obscuro de salida. Nos quedamos viendo, casi hipnotizados, un póster de un titulo que estaba por salir y del que jamás habíamos oído hablar. Mientras comentábamos cualquier tontería nos percatamos que el pasillo era sólo nuestro. Jugueteamos un poco y bromeamos con meternos a hurtadillas a otra función. La idea resultaba muy atractiva como para dejarla pasar. Podíamos entrar, sentarnos y ver la película o tal vez no. Pero no lo hicimos. Hasta ahora no sé porque, sólo lo dejamos pasar.
¿Sabes? Tuvimos tanta maldita suerte.
He visto esa película muchas veces, más de las que me gustaría admitir. La veo cuando llueve y también cuando estoy triste. Y la veo sin falta algunas noches de abril como la de ayer.
Fotografía por Magnus Jorgensen
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