Tengo miedos. Miedos que guardo. Hay miedos que escondo para olvidarlos, pero son los que siempre saltan cuando me quedo sin ideas. Otros miedos que me olvidan y regresan cuando me encuentro encasillada en las noches, o en los días. Los miedos que se me ven hasta en la piel, aquellos que percibo como ataduras y terminan siendo eslabones. Son aquellos miedos que nunca olvido, ni cuando camino, mucho menos cuando callo.
Miedos que me persiguen cuánto más me escondo de ellos. Los encuentro en mis silencios y en aquellos gritos ahogados, que se esfuman junto con la locura de sentirme abismal. Encuentro miedos a diario y por más que los niego, los escondo, los aviento, los grito, los lloro estarán en mi silueta o en la esquina de mis pensamientos. No sé que untarles para saciarlos, porque me terminan respirando en el oído pidiendo ser escuchados y así se están, hasta que les hablo. Les hablo de lo tortuoso que me resulta la incertidumbre, lo innegable de encontrarme con partes de mí poco agraciadas, mi indispensable necesidad de checar la puerta cada segundo y cómo cada palabra que pronuncio se vuelve insignificante.
Y es ahí, hecha bolas, entre los dientes y el vacío, ahí, donde los sueños se caen y las palabras se achican. Donde me dejo envolver por la intranquilidad, el malestar y las hojas de retratos, es ahí, donde no los niego, ni los callo, ni intento esconderlos de los demás, cuando se van.