Querida Geraldine,
¿Cómo estás? Espero que bien. Hay algo que quiero decirte. No sé si es importante. O si… Verás… Fui de viaje a Cholula hace poco. Solo. Sí, solo. Quería hallarme entre la gente, creo, descubrir algo nuevo, algo de mí que había perdido. Ese había sido el propósito. Siempre fue ese el propósito: sentir en las palmas la frontera de la vida. Así se sintió entonces, sí, al contemplar el frío decembrino y cerrar los ojos. Bucle y borde, supongo. Aunque, cuando estaba allí, debo confesar, por una fracción de segundo pensé en el suicidio. Sí, en eso. Era una tarde de sábado. Estaba detenido en un puente peatonal que atravesaba la ruta Quetzalcóatl. Me había recargado en el barandal redondo de acero, recuerdo. Miraba el pasar de los autos, sentía la brisa, la densa textura del concreto alrededor. Casi como en esas películas en donde el protagonista asimila ciertas cosas fúnebremente. Fue la primera vez que pensé tal cosa, que estuve a punto de intentarlo. Pasé un rato viendo el paisaje, las construcciones, la apatía de la gente que pasaba detrás mío, el color negro ya despintado de mi sudadera, las flores, las luces. Recordaba mientras suspiraba varias veces. Recordar. ¿Qué recordaba? No lo recuerdo con claridad. Quise llorar, de eso sí me acuerdo. Aunque tampoco lo hice. ¿Por qué? Sólo recuerdo el dolor que sentía, la energía absorbente de la ciudad con sus voces. Como en un loop infinito. Loop. Repetición infernal. Quería dejar de sufrir, creo, dejar de pensar en el error, en el futuro, dejar de escuchar fantasmas, de estar triste. Sólo me concentré en aquel instante: quería hacerlo, quería saltar. Ya me había despedido de algunos antes. Romper los vínculos para no sufrir tanto, eso pensaba. Recuerdo que programé varios correos un día antes. “Lo siento, pero dejaré de escribir por un tiempo”. Otros los escribí por la mañana en una cafetería de Santa Fe. “Será mejor que me aleje. No coinciden nuestros tiempos. Quiero dejar de ser una carga”. No recuerdo mucho más de ese día. El viaje en trolebús de regreso a la metrópoli en total silencio, el viaje en metro, la mochila en la espalda y el peso de la laptop. Después, el autobús y un par de horas hasta Cholula, únicamente mirando por la ventana. ¿Qué miraba? Supongo que pasaban delante de mí las promesas no hechas. En fin.
Recuerdo que me senté en un café a pasar el rato cuando llegué a Puebla; me senté a reprogramar los otros correos, borrar algunos, dejar otros preparados. Por un momento, durante aquella pausa, pasó por mi cabeza el duelo: ¿quién iría a llorarme, quien escribiría a mis padres para ofrecer consuelo? Luego, sin querer, la imagen de Poncho llegó a mi mente. Como tantas tardes antes. Sí. Seguía sintiéndome culpable por su muerte, me reprochaba no haberle escuchado cuando me pidió ayuda. Nunca me dijo que la pasaba mal, claro. ¿Quién lo hace? Andamos siempre entre fachadas, sonriendo, porque, claro, sollozar en público es incómodo. Como sea, recuerdo que Poncho insistió en que nos encontrásemos, que quería salir, hablar, recordar. Y yo no estuve. Y es que en aquel momento sólo pensaba en mi agenda. “No puedo hasta dentro de dos semanas”, le escribí. Qué tonto fui. Sólo eran unas horas y, sin embargo, en aquel momento estaba preocupado por otras nimiedades que ni siquiera recuerdo ya. Seguramente era trabajo. Como sea. Como sea. No lo ví luego a Poncho, sino hasta su funeral, con su familia. Todos tristes. Le llevé flores esa vez y no le lloré sino hasta que pasaron los meses, hasta que iba en el autobús de regreso a la ciudad, luego de aquel intento fallido en Cholula.
Mi relación con Poncho siempre fue grandiosa, por supuesto. Creo que nunca te lo dije. Me habría encantado que lo conocieras. Poncho fue uno de mis mejores amigos, quien me apoyaba desde la distancia a hacer arte, a reinventarme. Me salvó de varias. Todo era intenso. Salíamos poco, claro, pero siempre que lo hacíamos algo resultaba maravilloso, profundo, mágico. Todas las veces que salimos las recuerdo. Éramos unos niños transmutando cuando nos encontrábamos. Una vez robamos en una cantina del centro. Otra, no tan lejana, nos prometimos lanzar un álbum musical. Yo haría la música, él la letra. ¿O al revés? ¿Te conté de eso? Pocho fue pintor, fue su historia, sus promesas, toda la tensión en torno de la naturaleza. Su muerte me llegó al alma como ningún otro hecho en mi vida. No pude quitarme esa imagen de encima durante un buen rato. Llegué incluso a verlo en el parque, en el transporte, después de tiempo. Tenía miedo de ir a los lugares que frecuentamos porque me dolía no verlo allí. Dejé de dibujar, lo sabes, de escribir, de tener pasión por ciertas cosas: los proyectos, el amor, el trabajo, los amigos, la familia. Actuaba en piloto automático. Fueron meses largos. Olvidé mi número de teléfono un par de veces cuando me lo pidieron. No sé por qué. “No recuerdo mi número. Yo no olvidaba eso”.
Aquel día en el puente pude leer el tiempo en mis manos, sentirme frágil, sentirme polvo. Pensar que la vida se esfuma duele, pero libera, creo. Nos quita la fachada y toda la carga. Sólo carne pegada al hueso. Sin máscaras. No pasó por mi mente más que eso. Por un momento, es verdad, pasó la imagen de mis padres, de mi hermano, de Emiliano, mi perrito, la imagen de mis compañeros de trabajo, amigos, el amor de mi vida: tú, por supuesto. Y sólo pensaba en lo bien que había hecho al alejarme para no herirlos de más con mi partida. Estaba roto. Estaba ausente. La situación familiar en casa era compleja. Tampoco te lo conté nunca. Y es que en casa siempre parecimos roomies que comparten ciertos gastos y ciertas responsabilidades, aunque sin mucha empatía. No fue hasta dos meses después del funeral de Poncho que le conté a mi madre. “Un amigo murió hace poco”. Un amigo. Sin nombre. Ese es el retrato, creo, de la relación que tengo en casa. O que tenía. Ya no vivo con ellos. Recuerdo que le dije aquello a mi madre porque mi padre estaba desaparecido. Dos días sin encontrarlo. Pensé: “lo mismo que con Poncho”. Casi la misma situación: llamar a todos lados, caer en cuenta que podía aparecer, pero sólo su rastro. Vivir en México es horrible. Vivir en la periferia. Somos los otros. Así es habitar la frontera de la vida, sospecho. Es esta la grandeza de los veintes de la que tanto me hablaron: incertidumbre mezclada con asco.
Y así fue pasando el tiempo aquel día en Cholula: rehaciendo el mapa, buscando fechas. Hoy sigo pensando: “¿por qué pensé en eso? ¿Por qué quitarme la vida?”. En el viaje de regreso sólo me sentí triste, abatido, recuerdo, como condenado a luchar solo, sin acompañamiento. Alguien al lado mío que me dijera que todo saldría bien. Hubiera resultado interesante, pero nunca sucedió. Y eso me tiró unas horas, días. Sabe Dios por qué. ¿Así se había sentido Poncho? ¿Buscaba desesperadamente un hombro donde llorar? ¿Alguien con quien hablar? No hay nadie. Nunca hay nadie. Pero, no es su culpa. Ni nuestra. Circunstancias de la vida. Los psicólogos me decían eso. “No puedes culparte. Él tomó una decisión”. Creo que al final asentí con las semanas. Dejé de pensar en eso aquel día. O pensé en más cosas. Seguía sintiendo culpa. Sentí coraje. Sin embargo, fui cobarde. No pude saltar al fin y al cabo.
Hoy estoy mejor, por si te lo preguntas. Aunque sigo peleando por dentro. No te he dicho aún cómo llegué a sentirme entonces. No quería que me vieras como el tipo débil, creo. Tampoco quería incomodarte. El proceso es largo. Ojalá nadie tenga que enfrentarlo así. No lo deseo. Y… Cómo me encantaría que estuvieras aquí. De verdad. Sí. Lamento haberte herido. Sé que no regresarás. Lo sé. Sólo espero que sepas… Te guardo en mi corazón. Gracias a ti hoy estoy de vuelta.
Te mando un abrazo allá en donde sea que estés.
Con amor, Julián.