Te odio Polanco

Siempre que me mandan a Polanco voy con desagrado. No porque esté lleno de expatriados, ni porque todo se siente falso e inalcanzable. No me gusta por el tráfico. No entiendo como la gente del sur defiende Polanco encima de Santa Fe: “Está más cerca” dicen, pero digan lo que digan, a mí siempre me toca un tráfico maldito. No importa la hora, en ese laberinto, me siento acechado por el Minotauro y me veo desde fuera, encadenado como Prometeo.

Fuera del azar y tal vez mi mala suerte, no puedo dejar de relatar lo ocurrido en mi última visita. Me mandaron de trabajo y terminamos a la hora de mal sino. Ingenuo pensé que podría mitigar el mal rato pero ni mi playlist en Spotify pudo ponerme de buen humor. Sucedió lo irremediable. En el retorno de periférico de norte a sur, me quede varado. No supe cómo ni porque, pero de ir muuuy lento, de un momento a otro quedé inmóvil. Caía la tarde y yo ahí atrapado en el coche veía pasar o no pasar mi vida y fuera una combinación de vidas inmóviles y mucho movimiento aderezaban el momento.

Entonces lo mire, había escapado a mi rango visual pero siempre estuvo ahí. Sentado en la acera había uno de esos que no tienen nada pero son dueños del mundo. Se erigió con lentitud, tenía el cabello cano, piel morena, mirada perdida y profunda. Solo jirones adornaban su cuerpo. Levantó un palo que al parecer llevaba un buen rato lijando y empezó a esgrimirlo en el aire con algo de destreza.

Cada vez que lo movía, parecía atacar enemigos invisibles, decía palabras en voz alta que yo no escuchaba, hablaba con las fuerzas de la ciudad y sin quererlo alejaba a la gente que pasaba cerca.

Anochecía y pensé que pronto le daría frío, busque si llevaba alguna chamarra o playera que pudiera regalarle. De un momento a otro sus ojos que parecían vagamente perdidos encontraron los míos, entonces lo supe: no necesitaba nada que yo pudiera darle pero él lo agradecería. Usaría esa prenda por largos días y peligrosas noches hasta que solo quedaran de nuevo jirones.

Dejó de verme, volteó un pedazo de tronco y lo llenó con trocitos de cartón. Sacó un encendedor y le prendió fuego. La tarde se vio envuelta en llamaradas. Lenta y metódicamente, casi en trance, comenzó a ondular su báculo. Los coches no se habían movido ni un milímetro y yo no lo dudé ni un segundo. Abrí la puerta y salí a su encuentro.

Tomé la chamarra que estuve a punto de regalarle y la eché al fuego. Di tres vueltas al tronco, él me ofreció su báculo, sentí el poder ancestral en mis manos. Aventé los pocos billetes que había en mi billetera a la hoguera. Me quité la playera. Grité con todas mis fuerzas ¡te odio Polanco! Un rayo iluminó el cielo. En ese momento, lentamente, los coches avanzaron de nuevo.

He dicho.

Fotografía: PJ Wang