No recuerdo con exactitud como la conocí. Por más que exprimo la memoria, no consigo el instante inicial, el momento angular. Aunque presumo de memoria extraordinaria, últimamente desconfío bastante ya que me ha jugado ilusiones y una que otra aberración. Todas falsas. He llegado a la conclusión de que todo lo que hay en mi desgastada y cansada cabeza es una falsedad absoluta. No obstante, a ella la recuerdo, no a la perfección, pero algunos de sus recuerdos son bastante vivos, por momentos los acepto ciegamente, a veces los maldigo; probablemente nunca existieron: vivos o muertos, la memoria es un actor galardonado. Comienzo a recordar más detalles, su esencia permanece inmutable, indeleble. La melancolía me transporta al distante mayo, “For The Sun” en el mítico Tasajo. Allí estoy bajo el infernal calor del desierto, en el fervor de una tarde que lenta se va en calma. Cientos de personas se mueven de un lado a otro como olas danzantes chocando en un turbio mar. La fuerza de las olas no es tangible, mis pensamientos hundidos en un antártico tiempo. Distraigo (engaño) a la realidad con pasajes de otras vidas, que de tan ensayadas podría escribir una novela de ciencia ficción o un cuento. El personaje principal es un astronauta perdido en Urano.
Bajo un tupido y fresco árbol me resguardo, sus hojas son como pájaros de otro tiempo con espinas afiladas listas para penetrar la piel de un iluso. De pronto, una chica se acerca rápidamente, su cabello rojizo resalta en la multitud como jacaranda en primavera. Su piel es más blanca que el vestido de la luna. Ya está cerca y creo conocerla. De un certero manotazo arrebata mi tranquilidad. Segundos después, los pensamientos deambulan en Urano. Pasmado, segundos e instantes. Me pierdo en la profundidad de sus ojos de avellana. Sus labios se mueven en una dulce melodía. Me quedó sordo y ciego: en un vacío cósmico, en un encuentro lunar. La luz y el sonido vuelven repentinamente.
—Max, ¿puedes verme? ¿Puedes oírme?
—¡Si! Lo siento, tuve una extraña sensación.
—Tú y tus extrañas sensaciones, tus extraños viajes. ¡Eres un tipo raro!
—Lo sé, pertenezco a un mundo extrañamente elaborado.
—¿Sigues huyendo cómo lo hacen los pájaros de la tormenta? ¿Por qué no esperaste donde acordamos?
—Soy un fugitivo, lo sabes a la perfección, y discúlpame, pero con este infernal calor huiría hasta de mis más deseados sueños.
—Te disculpas demasiado, las disculpas son estúpidas —dijo Leonor y comenzó a caminar entre la multitud.
He permanecido insomne las últimas tres noches, desde la enmohecida pared un rostro desgastado observa en confusión. Hoy no fui a trabajar, desperté con apatía y descontento. Es preferible permanecer ausente de la monotonía. Refugiado en la habitación, hurgando en pensamientos distantes. Si bien, los días anteriores al ayer logré mantener intacta la línea que divide tiempos y formas. Hoy, esta línea está fracturada y no pretendo repararla. De alguna manera recibir recuerdos borrosos y desproporcionados me produce un extraño confort.
Vuelvo al recuerdo trazado. Hablamos de Juan Rulfo y Manuel Acuña. No obstante, decidí acelerar y finalizar la conversación (comenzaba a tornarse en discusión), ella detesta a los suicidas. Enmudecimos unos minutos, no por la ligera confrontación, sino porque Leonor comenzó un convulsionado baile, imitando a Iggy Pop. Lo disfruta, parece que le está bailando a la Luna, al Sol o a una Supernova. Los presentes la observan con ojos de ancianos de otro tiempo, pero ella se libera, se despoja de sí misma hasta que el silencio vuelve con el viento. Leonor es un desastre, habita en una época diferente en la cual no encaja y es estorbosa para la normal sociedad. Baila y baila, yo sólo observo y escucho.
Es momento de retirarnos, Leonor lo sabe, me toma de la mano y caminamos rumbo a la salida. Mientras deambulamos en busca del oxidado auto, Leonor hurga en su bolso, en sus manos sostiene un fragmento de tiempo aislado. A ese fragmento lo nombramos Meth Z, si, como el que utilizó Pegaso Zorokin y entonces comenzó su primera novela (Gerardo Arana 1987–2012). Leonor lo aspira furiosa con una desesperación que da miedo. Estamos a unos metros del auto, busco las llaves y subimos, sin reparo alguno. Leonor entra en un demoniaco trance, aislando el tiempo, haciendo un silencio. Imagínate, Maximiliano, tengo 70 años, vivo en una cabaña (siempre quiso vivir en el bosque o en la cima de una montaña). Sin embargo, al séptimo día decido quemarla y me pierdo en el bosque. ¿Irías a buscarme? ¿Me dejarías perdida en el bosque? Analizo las preguntas, probablemente sólo es una prueba, una broma o una contrariedad de su imaginación.
El silencio es enorme (si es que el silencio es tangible). Sus ojos son fuego, un magma emana de su bella mirada. Para desviar o recrear la realidad, introduzco un cassette de Nick Cave en el estéreo. Leonor sube el volumen casi hasta la destrucción. Para Leonor, al igual que para María Eugenia Nick Cave es irresistible[1]. El trayecto bifurcado (aun no lo sabía) por estrellas, años luz convertidos en ceguera y olvido. “¡Romperemos una ley universal!” Exclama Leonor, en un segundo de benevolencia. ¿Qué diablos significa? Me acongoja por unos minutos, pero el olvido llega al rescate. Estamos frente a su casa, no recuerdo el nombre de la calle, observo cada fractura que se forma al comienzo del día y bajamos sin preámbulo, ella me mira de forma ininteligible. No logro interpretar su mirada, siempre fue su indescifrable atractivo, una negación. ¿Es una mirada de despedida? No lo sé. Comienzo a caminar por las calles de una ciudad devastada, hechizada y gris.
[1] Meth Z Gerardo Arana 1987-2012
Fotografía por Em Bernatzky
Entro y salgo como un fugitivo.