Había oído hablar de Charlie Kaufman en mi primer viaje a Pondicherry; en ese entonces yo estaba interesada en la arquitectura francesa y viajé por toda la India tratando de encontrar pequeños rastros, ecos de un pasado colonial que se había olvidado, tal vez por conveniencia, tal vez por tedio.
Pondicherry era el destino perfecto y en mi afán de averiguar más me encaminé hacia mi destino. Pasados unos meses me encontré con aquel hombre cuya fama consistía en no ser más que un simple turista, eterno turista oscilando entre Veerampattinam y el ashram de influencia francesa a la orilla del mar. Una más, pensé, una más de todas esas almas caucásicas que deciden perderse en el espesor de la jungla india, presas de una idea romántica sobre el nirvana y sus ventajas para la salud.
No obstante, decidí arriesgarme, hablar con él… después lo inminente, mon destin.
Yo era una mujer sin porvenir, me había graduado en arquitectura, pero mi único proyecto había sido una casa tallada en rábanos que le hice a mi hermano como regalo después del desayuno, un domingo en casa de mis padres; había tenido la oportunidad de viajar mucho, pero pecaba de obsesiva y siempre regresaba a los mismos lugares, París, París, París… algunas veces Córcega; tenía la habilidad de comunicarme en muchas lenguas, pero era la soledad la que gobernaba mi vida. Así por el estilo, mi expectativa al entablar conversaciones era muy baja, nunca conseguía nada, siempre se aburrían de mi o me olvidaban rápido.
A él me lo topé en la playa concentrado en un libro en cuya portada se podía leer 1968.
Con todo el desatino del mundo me acerqué y disparé el flash de mi cámara, no se molestó. Llevaba un dhoti un poco gastado y encima una camiseta Calvin Klein; se limitaba a mirarme de reojo, como si no quisiera comprometerse a nada. Me dicen que has vivido aquí por mucho tiempo, quisiera saber más sobre las catedrales. Dije temerosa, aturdida. Él no me contestó, pero su semblante no me impidió seguir hablando y le hice toda clase de preguntas.
Una familiaridad incomprensible invadió el ambiente, yo hablaba, él no.
Miré por encima de la página de su libro, resaltaba esta frase un dron nos espió por la ventana… pensé que tal vez se dedicaba a escribir ciencia ficción, no sé; le hice muchas preguntas, pero él jamás abrió la boca, ni un solo temblor en sus labios indicaba una posibilidad de respuesta. Para la tarde concluí que tal vez tenía una manda de silencio por ser aprendiz en el ashram, pero la sospecha de que era incapaz de pronunciar palabra comenzó a ganar terreno a la mañana siguiente, cuando lo encontré en el mismo sitio con el mismo libro, leyendo la misma página, con el mismo semblante.
Después de un tiempo descubrí lo obvio, era sordo, era mudo, era francés. Recluido en India por azares del destino, puesto en Pondicherry a la voluntad de un grupo de personas a las que les había parecido lo correcto para alguien que no podía argumentar lo contrario. Pondicherry era el destino perfecto, él el silente, eterno turista de la sinrazón en una ciudad cuya arquitectura es inverosímil por coincidencia histórica.
Se convirtió en el más largo silencio.
En el más profundo silencio, tomó el lugar de mi soledad y lo lleno de ruido.
Ruido extraño, como el francés pronunciado por un indio, como las olas del mar en Pondicherry, como la bóveda fría y oscura de la catedral. El libro era el diario, su atuendo un resquicio de su ambivalencia, yo sólo fui la pieza que completó su caminar, la piedra angular de su callada vida.
Fotografía por cem celik
Bailo Bharatanatyam y sufro todos los días por no saber gestionar mis emociones.