Miserable, solitario, sensible, brutal, a veces vacío. Cuando lo conocí en aquel lúgubre bar en Querétaro, sostenía una esencia depresiva, su silueta representaba la más terrible de las desgracias. Se acercó para pedir un cigarrillo, jamás se fue. La noche aquella era tan miserable como la existencia. Una tristeza natural invadía la atmosfera. Thomas X comenzó a preguntar sobre el álbum fotográfico que sostenía en mis cansadas manos, pese a su insistencia, me negué a contestar, no había nada que contar, nada que explicar. Conversamos sin dirección alguna. Era cerca de media noche cuando noté que casi había consumido todos los cigarrillos, pero no lo detuve, incluso solicité a la mesera traer otro paquete. La desesperación como fuerza motriz, como energía elemental. ¿Qué ocurría en su mente esa noche? ¿Qué nos mantenía en órbita?

Pasaron unos minutos (siglos quizá), y comencé a observar por el balcón, la toxicidad emanaba inundando el triste cielo de noviembre. La ciudad fosforescencia invadida por las industrias textiles, farmacéuticas y automotrices. Thomas X no sostenía la mirada, su existencia varada en una noche de agonía y desolación. Cabizbajo su pie izquierdo se movía a un ritmo peligroso, como si quisiera salir huyendo, o lanzarse por la ventana. En ese momento la mesera de cabello rojizo se aproximaba con una cadencia que causaba disociación y dejaba los cigarros sobre la mesa. Una melodía comenzó a perturbarnos: “Runaway” y sonreímos exageradamente, pero con un lastre de amargura. Seguimos intactos un par de horas más, yo comencé a fastidiarme, pero el taciturno personaje sentado frente a mí permanecía estático, el tiempo se había detenido para él. Minutos después bebió de tajo el mezcal y se fue. Pedí la cuenta e hice lo mismo. Bajé la tétrica escalera de espiral que confundían los torpes movimientos. El estacionamiento estaba vacío, nadie excepto personajes como nosotros frecuentábamos lugares de tan singular importancia. Estaba oscuro, pero un haz luminoso se colaba por la ventana rota de la caseta de vigilancia, también vacía. Me encontré a la mesera en aquella oscuridad y me pidió llevarla, no me negué, la noche aún era larga y necesitaba compañía antes del amanecer. Afuera llovía, ella fumaba con una desesperación que daba miedo, pero yo seguía manejando sin destino. La avenida parecía no tener fin, los faroles iban y venían alargando la noche, el ir y venir comenzó a enmarañar la situación. La lluvia acariciaba los bordes del auto y los árboles que cercaban la carretera se mecían con incertidumbre y desesperación. A unos metros se veía una silueta arrastrando un enorme baúl, era Thomas X, me detuve de golpe, casi se desprende la cabeza de nuestros blandos cuerpos. ¿Tienes dónde dormir? pregunté con un halo de esperanza. No contestó, segundos después subió al auto. El fugitivo hurgo en su baúl hasta encontrar un CD y lo introdujo en el estéreo. Matt Berninger se escuchaba desgarrador, la mesera subió el volumen hasta volverlo abrumador.

En kilómetros nos perdimos, en años luz nos convertimos. Estoy tan lejos de aquella noche. Quiero volver el tiempo. Quiero levantar a Thomas X de esa cama de hospital e ir a buscar a la mesera de cabello rojizo. Pero ya es muy tarde. Éramos demasiado jóvenes para comprender las imposibilidades de la vida.

Fotografía por Cleo Thomasson