Aquella primera vez que se te escapó un “teamo” pegado al orgasmo te propuse hacer esa noche eterna, en automático, con esa dosis de realismo que te daba un look interesante dijiste que era imposible, que nada es para siempre, que a lo fugaz nunca hay que apostarle.
Hoy con miles de noches a la distancia me gustaría decirte que te concedo un empate. Los fugaces fuimos nosotros pero esa noche sí se hizo eterna, por lo menos de este lado.
Un par de veces te volví a ver, tan cambiada, con una sonrisa radiante y el pelo corto, como si con eso hubieras cortado de tajo todas las veces que me pediste que cumpliera contigo todas mis fantasías. Por puro morbo quise preguntarte si aún te acordabas de eso para ver la cara que ponías y saber con el puro gesto, que hay noches que me lo sigues pidiendo. Pero no pude y a cambio de eso, hablé de lo bien que te veías… sin mí, quise rematar, pero me ganó el ego de aceptar la derrota. Me mirabas como si no hubiera pasado el tiempo, con la complicidad que un día compartimos. Y uno bien idiota se pone contento por creer en la resurrección un instante.
Dijiste: me da gusto verte feliz. Y te devolví el cumplido. Ambos sabemos que los dos mentimos, ni somos expertos en detectar felicidades ajenas ni somos felices del todo. Ahora sé que decirnos eso fue la forma en que sellamos el pacto de tenernos siempre aunque ya no nos tengamos.
Fotografía por Em Bernatzky
escribo porque no tengo para el psicólogo.