La sutil imagen de mi boca pegada a tu cuello la tengo presente todos los días. Es tu
libertad la que no te deja mirarme, lo sé de sobra cada vez que te vas.

Y un día te fuiste para siempre.

Ese último día que nos vimos yo también fijé el precio de mi libertad, y no quise decirte
adiós; me sentí libre porque dejaste en mi tu aroma y abriste tus ojos a la inmensidad de los
míos. Esa última mirada tan secreta, se fue contigo al país de tus ancestros.

Ancestros que son lastre, forma lapidaria de honor y de deleite.

Deleite de un pasado sumergido en la locura de dar todo por amor. Blandir la espada del
guerrero, cimbrar la tierra a galope de pesquisas, pactarlo todo en la nada del desierto,
encender la hoguera del rito y hacerte una con el fuego.

El mismo fuego que consume el beso último, el que aparece antes de la promesa de no
volver, de sí volver, de no mirar, de sí mirar.

Ya no somos nada, somos libres.

Nos desatamos sin saberlo aquella vez, tú volviendo a ese país de mujeres virtuosas; yo
inmolándome en mi amor propio, en mi orgullo de entender tu mundo y poder sortear tu
saciedad.

Tenemos la mala fortuna de ser libres.

Siempre el uno del otro, siempre libres.

La libertad que nos ha sido dada es la forma más terrible de tenernos, porque a veces, casi
todos los días, quisiera estar contigo; presa, acogida, vulnerable, calcinada en tus brazos
tibios que no saben abrazar.

Fotografía por Gastón Suaya