Retrato de un millennial horny

Me miro al espejo y río.
Es una tragedia ese reflejo.
Una mezcla de sueño con ocaso.
Un aroma a locura del ayer.
Muy similar a cuando encuentra uno un recuerdo,
desde la finitud de su cansancio,
con el esbozo de una sonrisa fina
que busca compañía
mientras mira cómo su condena se vuelve quehacer.

(Como el mañana que me mira
con su tacto tan liviano,
mientras viaja en mi regazo,
y se desdobla sin querer,
sembrando sus prisiones pasajeras,
llenas de una ansiedad intransigente,
ligeramente transparente.
Casi iguales a la duda y el placer
que genera un mediodía
dentro de una brisa que es salida
y que es también piel).

(Pecado).
(Razón de ser).

Me miro al espejo y creo.
Me desvisto en la penumbra
que es menos densa que mis manos,
con las que dibujo el firmamento y rozo lo imperfecto.
Esa oscuridad duele, es accidente,
es a la vez beso y epitafio.
Como el poema que se graba en la memoria
con las voces de la gente que no habla,
y con los lejanos ruidos de aquellos que se exhiben
desde el subterfugio de lo raro.
Se desvanece en el aire la palabra,
como la pasión en la cotidianidad.
O la inocencia en unos forasteros labios.
Huele a lluvia y es invierno.
Sabe a sexo esa tristeza,
como sabe a cobijo esa frialdad.
Me miro al espejo y pienso.
Pienso en lo complejo que es pensar.
Y sin embargo río con mi reflejo
que sonríe al otro lado de la cama,
entretanto ignoro la verdad
y uso lo superfluo
para conquistar esta cruel ciudad,
en cuyo halo caen los miedos,
en forma de orgasmos con fachada de tempestad.