Cuando rentó por adelantado su departamento en la ciudad, nunca pensó ella que le tocaría vivir una cuarentena, llena de estrés, desesperación y ansias por salir a pasear al exterior. Desde hace unos meses, su gato Platón y su perro Picasso son su única compañía y su única ilusión. Antes iba a galerías y fiestas. Ahora sale acaso para comprar la despensa. Hace home office, y se comunica con su equipo de trabajo vía Zoom. Pero ese es todo el contacto que tiene con el new world. Si a eso se le llama mundo, piensa a menudo cuando observa la pantalla Samsung de 40 pulgadas que su papá le regaló.

Hace unas semanas terminó ella su relación con Mateo por videollamada, porque ya nada era como antes, según esto y según aquello. Demasiado compromiso. Desde entonces, se ha limitado de hablar con otras personas vía Facebook y WhatsApp. Ha dejado su teléfono y su computadora ahí en el rincón, dónde guarda su diario, convencida de que le quitan el tiempo. Tiempo que puede por fin usar para hacer algo productivo. En las redes sociales la acosan con eso. Todo mundo dice que esta cuarentena está para desarrollar proyectos creativos, leer un libro, pintar la casa, y quien sabe cuántas más cosas descabelladas. Como si la creatividad llegase así, a los que no son Shakespeare ni Foucault.

En realidad, ella no quiere hacer nada de eso, cavila. Tan sólo desea recostarse en la cama, sin abrir la ventana ni la cortina, acompañada de una copa de vino o una Heineken de 355 mililitros y pensar en la nada. Descansar, solamente. Dejarse llevar por ese blow out. Sueña ella con olvidar un par de días toda su agenda, estirar sus pies entre la colcha, dejar los trabajos pendientes y resistir la cuarentena de un modo amigable, escuchando música nueva en YouTube, mirando películas noventeras llenas de morbo, y sacudiéndose de placer al llevar sus palmas sobre sus pieles rosas a cualquier hora, con cualquier sabor.

La última semana estuvo ella en pijama, atendiendo sólo las videoconferencias del trabajo y unas tareas de la escuela con ayuda de Google Classroom. Ésta, sin embargo, desea pasarla en ropa interior, entreviendo la modernidad a través de MTV o de comerciales snobs. O algo por el estilo. Al observar desde su ventana los edificios contiguos y las desiertas calles, incluso ha meditado en deambular desnuda o descalza, por lo menos en la noche, entre las brumas oscuras de un país que no la conoce ni sabe que existe. Ha llegado a cavilar, incluso, en que su cámara fotográfica Canon EOS Rebel podría ayudarle a hacerse nudes de excelsa producción, con un efecto de azules y grises.

Ayer por la tarde, ella se lamentó de que su departamento tuviese tan pocos muebles. O que el internet funcionase muy lento. Apenas se conectó a Instagram desde su iPhone para ver las novedades y subir una historia que diseñó en Illustrator, le llegó un largo mensaje con disculpas por parte de Mateo y también otro de una chica que le expresaba toda su admiración. Con ese bagaje y ese sentimiento, se tomó una foto ante el espejo, sonriente, y se preguntó a quién debía enviársela y a quien no. Creyó que debía hacerlo. Sentía esa extraña necesidad. Pero no sucedió.

Esa misma tarde —o quizás otra—, mientras pensaba qué de eso creativo podía hacer, admiró el feed de su Twitter plagado de frases glamourosas y efímeras. Horas después, apareció una de sus preocupaciones —la más profunda—. La que sucede cuando mira la pantalla de la Macbook Air y siente una normalidad apabullante. Cuando eso pasa, ella medita demasiado y asiente con sus brazos cruzados: una fragilidad espantosa, parecida a la depresión o a la incertidumbre.

Aterrada por la idea de que, cuando acabe la pandemia, todo al interior seguirá siendo exactamente como era antes, tan despersonalizado, tan exiguo, tan triste y desgarrador, porque no ha hecho algo realmente creativo o productivo durante esos días, se siente ausente de sí misma. Duda por primera vez en su vida de su propia personalidad. Motivada por ello, instaló Tinder en su teléfono celular que rescató del rincón. Y su única preocupación durante esa semana fue saber que tan interesantes eran las conversaciones con extranjeros, si hablaban de filosofía o de canciones de reggaetón. O tal vez de economía, se dijo, mientras se acostaba desnuda, lista para llevar sus dedos húmedos por todos los aires y analizar si debía hacer sexting con sus amigos o tal vez no.

Y entonces, sin más, escribió como pie de foto en una publicación en alguna red social: «Aburrida #QuédateEnCasa».