Anteayer por la tarde, el señor José Luis se enteró que la fase tres de la pandemia por el COVID-19 había comenzado. Asustado por las cifras que el noticiero le comunicó, le dijo a su mujer que quizás ese invento del gobierno podría ser paradójicamente verdadero. Tan cierto como el desamor que enfrentaban ellos ya de por sí. Por fortuna, hablaron esa noche hasta tarde bajo la tenue luz de la lámpara, con la televisión aún encendida, escuchando una voz que vendía un colchón increíble a un precio inigualable. Se susurraron que se amaban. Entonces, sin mayor preámbulo, durmieron abrazados, pensando que el mañana seria terriblemente más agradable.

La madrugada siguiente, ambos se levantaron con cierta premura y cierto desconcierto. Charlaron del hijo del vecino —quien se fue de su casa tras una pelea con su madre—. Minutos más tarde, el señor José Luis se vistió con su uniforme de gala, recién planchadito, convencido de decirle a su jefe que debían actuar de algún modo ante tal contingencia. Seguramente habría recordado sus seis años en la empresa, mientras esperaba el metro llegar, acompañado de una multitud de almas que, como él, soñaba con quedarse en casa alguna jodida vez. Como decían los anuncios. Como decían los hashtags —o algo parecido.

Como jefe de mantenimiento, encargado de supervisar además la mayoría de las actividades, discutió con su jefe sobre lo indispensable que puede o no ser la agencia de transportes para la sociedad en general. Por supuesto, su jefe, meditabundo y casi enojado, le exhortó a no preocuparse. Y a dejar de hablar por los treinta y cinco trabajadores que tiene a cargo, porque no hay necesidad ni tampoco urgencia. «De los trece camiones que salían, ahora saldrán dos», escuchó decir. En ese instante, más apretujado que certero, él no respondió. Simplemente lo miró a los ojos, tratando de comprender todas sus inquietudes. Sobre todo, las más superficiales. Las mismas que le aterraban desde que era adolescente.

Luego de charlar con su jefe, se quedó en su cubículo cavilando en su familia: su esposa y sus tres hijos. Incluso llegó a calcular el numero exacto de sus ahorros cuando atisbó a lo lejos a su chalán disculparse con su madre vía telefónica. Del mismo modo, entrevió sus papeles sueltos sobre el escritorio y suspiró con ahínco. Muchas deudas. Eran esos los días más reflexivos, pero también más taciturnos. Sin mucho que hacer, navegó en la web para entretenerse, por tanto. Pensó que quizás ir a la oficina sólo servía para alejarse de casa, para desaparecer por un rato de esos que dura una vida poco memorable.

Tras un día de dimes y diretes con los titulares de la mañana —y de hablar con su equipo de trabajo fuera del horario laboral— el señor José Luis habló con su mujer sobre carácter y compromiso social, de lealtad y de amistad. Se besaron pausadamente. Como cuando la primera ocasión. Una vez acabado el tierno desboque, él precisó que tal vez su jefe carece de cierta consciencia colectiva y que no hay necesidad de asistir a la oficina. Piensa, claro, que, ante tal reducción de demanda, sus trabajadores podrían fácilmente rolarse turnos en la semana, para de esa manera descansar algo. Su esposa, quieta y siniestra, se limita a escucharlo. Casi como si viera ante sus ojos a un hombre que no había visto nunca antes, lleno de valentía y liderazgo.

En efecto, el señor José Luis se armó de valor el otro día para hablar con su jefe y discutir si era el caso. Y aunque su fuerte no eran los números, había analizado las estadísticas de productividad, para convencer a su jefe de que había que hacer algo, reducir incluso los salarios, rolar turnos, e ir pensando en algún plan de respuesta ante la pandemia; uno que asegurase a los trabajadores quedarse en casa a resistir la contingencia de una forma solemne. Había hecho él también un estudio: si reducían el veinticinco por ciento a los salarios, podían librar ese mes que quedaba ahí flotando, y de esa manera compensar a quienes ganaban por viaje o comisión o a los becarios.

«Nada de nada», dijo su jefe en la plática, seguido de un aviso con respecto a una reducción del cincuenta por ciento y un par de despidos que él no previó. «También lo he pensado, señor Gómez, que debe hacerse algo. Pero no puedo arriesgar los pocos ahorros de la empresa. Son tiempos inciertos y estamos al margen de la ley. Pero, eso sí, nadie descansa, prefiero que hagan aquí uno de esos cursitos en línea o poca cosa, a que vayan a casa como si fueran vacaciones». No eran vacaciones, pensó él. Ni tampoco un invento de las mafias financieras, como escuchó decir a su jefe por teléfono una vez.

Después de firmar su renuncia —en un papel tricolor— y de meditar de nuevo en sus ahorros para salir del mes, se dirigió a casa más temprano de lo habitual. Sin saber que sus tres hijos habían ido a visitar a la abuela, sin su permiso; ni que su esposa, con esa misma seriedad y agonía con que lo observaba a él, estaba en la cama del vecino, a punto de revelar por octava vez su intimidad y su quehacer. Dudó él de tomar el metro de la ciudad, pero también de denunciar a su jefe. De quien se quejaba todas las tardes, sin reconocerlo, en realidad. Él no había vivido nunca una cuarentena, pero le daba igual.

A las pocas horas recibió él una llamada. Era su jefe. «Gómez, es usted un elemento valioso de la empresa. Creo que ha tomado las cosas muy a la ligera. Estaba pensando, ¿por qué no descansa usted estos días? Después hablamos del aumento que le tengo preparado, y de un préstamo que le puedo ofrecer».