Hacía home office en su recámara cuando meditó sobre el pasado, en la infancia, en los tantos sueños que quedaron grabados en el papel, en la rareza de una efímera y digital distancia. Al meditar sobre el tiempo, inmediatamente dejó a un costado la computadora y el lápiz, incluso salió de la clase online en la que estaba. Entonces, sin advertirlo, pensó en Natalia, en sus ojos negros y su sonrisa pasajera, en los tantos momentos que pudieron pasar juntos y en los otros tantos que olvidó disfrutar a su lado, de la mano, con las risas, abrazados, enamorados.
Tras colocarse sus auriculares y reproducir una canción taciturna que apagase sus pensamientos, de sus ojos salieron tres lágrimas que mojaron sus raros apuntes. Al entrever esas gotas en la hoja, con la tinta disolviéndose, recordó él su primera cita, y su último viaje. Imaginó su voz pausada, articulada. Revivió sus frases. Que desgracia ha de ser terminar una relación así, se dijo en voz baja. Sobre todo, en días donde no se puede salir de casa y donde las videollamadas son la mejor —o peor— vía de comunicación.
Ella no responde ahora sus largos mensajes. Y él busca un lugar dónde estar triste, dónde pueda caer, flotar, desaparecer, así tan de pronto. La penúltima vez que hablaron, ella le contó que ya nada era como antes, que no sentía esa inicial pasión y que los besos sabían a ayeres distorsionados. Como si eso fuera un sabor. Él está seguro de que ella lo quería. Él la quería. La quiere —o la ama—. O quizás sólo querían ellos habitar una poderosa imposibilidad, cuya congregación construyese futuros no aptos para su cariño, tan inocente, de preparatoria. Como sea, lo importante… ¿Qué es lo importante? Hace ya rato que quiere él llorar, vaciarse, pero no puede. En la estancia están sus padres, en el otro cuarto están sus dos hermanas. Su casa es pequeña y los vecinos escuchan siempre todos los llantos a través de las fibras de los muros rojizos. Casi transparentes.
¿A dónde va uno para sentirse frágil? Se pregunta constantemente una y otra premisa, mientras choca su palma contra su frente. En esta cuarentena tan sólo deambula él de la cama a la cocina, pensando en las noches que salía a beber un trago o a vagar por la ciudad, acompañado de un tierno olor a miel de cabellos rizados. Se lamentó, al cabo, mientras oteaba una imagen en un sitio web, dónde la melancolía inundaba su existir y fingía explorar la materialidad de esos paseos llenos de azar.
Tras unos minutos de desidia, advirtió que se le habían caído ya otro par de gotas, cuya lentitud propició un silencio mediador, pero también afanoso. Escucha él una canción que le recuerda a un deseo y a un momento exacto de la semana pasada. Sus padres miran una película noventera, entretanto sus hermanas charlan de series policiacas y ríen alto. Quizás deba él bañarse para que ese candor del agua caliente se camufle repentinamente con todo su dolor y le ayude a llenarse con un inexistente presente.
Ha recordado asimismo que una buena forma de disimular la tristeza es mirar una película dramática o leer una novela de amor, para así excusarse, aseverando que uno siente con sus fibras la narrativa completa, cuando en realidad sólo puede verse él reflejado en aquel desamor. Como si esas historias fueran suyas y de ella. Más íntimas. Casi como si extrapolaran sus dudas y las colocaran con una excelente producción frente a su mirada tan cansada, por decir, abrumada de desilusión.