En algún lugar la nieve se derrite y los rayos de sol se vislumbran entre las montañas. Yo estoy en la urbe, bocinazos por doquier. Abro la ventana y siento el olor a tierra mojada casi como el anuncio de la lluvia que limpiará todo lo que me acongoja. Seré bondadosa, levantaré mis manos al cielo cuando eso pase y añoraré campos florecidos de lavanda… Pero ahora debo regresar a mí.

Me paseo por la casa con cierta ligereza, el cuerpo ya no duele, no siente el frio o la dejadez que fue lo nuestro. Debo avanzar, me lo debo porque dejarte ir es una decisión que me costó entender. No soy un saco humano que se pueda usar en cualquier momento, mucho menos fui, soy o seré tu pasatiempo. Soy más que eso, las mil piezas del rompecabezas que nunca fuiste capaz de encastrar. Siempre te faltó una parte, te faltaba yo, te falté porque me estaba faltando a mí.

Los días son rutina. El horario matutino es mi mejor aliado. Abro los ojos y los rayos de luz de las 7 a.m. destellan por las rendijas de mi ventana. Remoloneo ahí entre mis propias sábanas con aroma a tintorería.

Me acomodo las prendas que elegí vestir día a día, las sacudo como quitando un peso inexistente de encima. Salgo por la puerta principal de mi casa, cierro la puerta, meto las llaves al bolso y emprendo viaje. Curso y miro el techo del aula imaginando las vidas de quiénes están ahí. Imagino, por eso ya no sé si fuiste o sos real. Pero, ¿cómo puedo imaginar tu aroma, tus manos, tu piel? Eso fue real, lo sé o en ese momento me quiero auto-convencer.

Siento un “cosquilleo” en el estómago, le dicen mariposas, yo le digo apetito. Se hace la hora, me despido de mis compañeros y camino al bar que había dejado de frecuentar porque me recordaba nuestros días. Tomé impulso, agarré coraje, no levanté demasiado la mirada. Al lado de la gran puerta de vidrio me recibió el mismo mozo de siempre, me sonrió y sacó de su bolsillo un caramelo que con cierta timidez acepté. Me señaló una mesa, la que había sentido nuestros cubiertos en fiesta cada que almorzamos allí. Me senté, y de repente sentí tu aroma. Volviste a ser real, pero ya no sabía qué sentir. Ese día yo me senté dándole la espalda al ventanal, toda una cobarde. Vos entraste al lugar y sin mediar o por inercia te acercaste y me saludaste. Entendí lo que me habías enseñado, te vi llovido, pero no de primavera. Vos te quedaste entre el otoño e invierno, dudando, yo seguí.