Tengo veinte años.
Sutil belleza en una ciudad subdesarrollada.
Sigo siendo un monstruo
de esos que se aprende a amar
sólo cuando ya no existen.
Damisela en apuros con taquicardia militarizada,
producto de la fuerza y no del orgasmo,
muñequita de motel
perfume wc público #5 en Bucareli
permanente contractura muscular en la lumbar,
la chiquita,
la culera.
No tengo reloj.
Cuento las horas respecto a las gotitas que se filtran por las paredes de mi cuarto.
Tres gotitas son cinco segundos.
La precariedad es hacer equivalencias,
conversiones
hacer de las tortillas duras chilaquiles
solventar
las ausencias con notitas en el refri que dicen “se acabó el pan blanco”.
No es casualidad que nos hayan enseñado primero a restar que a sumar
a dividir antes que a leer y escribir.
Vivo en la época de la necropolítica y la ingeniería genética
soy de la generación de los padres equidistantes
sillas y cómodas de Ikea
monopatines electrónicos
y acá en la casa mordemos el taco del ladito
como dándole un besito francés con todo y la lengua
porque siempre andamos coqueteando con el hambre
y brindamos por ese romance
con agüita de la llave
Ni modo, todo guisado nos sabe a ira
por eso va con doble tortilla pa que aguante
tantita sal para que sazone
y cariño para que haga digestión.
Ya se me fue la infancia
entre el croar de las ranas en el baldío
olor a gasolina
entre nopales y niños inhalando solvente
para despintar los golpes de la memoria.
No tuvimos tiempo para tener miedo:
los monstruos no podían dormir bajo la cama porque ahí es donde guarda la fusca papá.
Ya se me fue la adolescencia
entre chamoy y rodillas con costritas
que había que arrancar mientras decías
“me quiere, no me quiere, me quiere…”
y no recuerdo mi primer beso
porque uno no puede hacer inventario de todas las cosas que le roban.
Ya se me fue la vida,
entre juegos, disculpas y velitas que dejan un trazo de cera en el merengue de un pastel genérico
en el que nadie canta las mañanitas a excepción de los grillos y las cucarachas.
Ya se me fue la cuenta, la edad y la cordura
entre las pústulas causadas por las horas jugando a ser payasita de crucero,
entre las cumbias y el Chalino Sánchez
las fiestas patronales, los semáforos averiados y las fiestas sonideras.
Ya se acabó mi tiempo,
el de los apóstoles
y por eso las certezas son cada vez menos.
No sé de qué voy a morir
si tirada en un canal
de un sistema económico que me odia
de amor
de una pandemia
por suicidio
o tal vez sí
vivir es una ruleta rusa y moriré de azar
o de todo junto
y mi epitafio dirá que me dio la peste junto a un canal en la pobreza porque yo misma fui a buscar el contagio.
Una siempre toma veneno
sólo para asegurarse de que está viva
aunque nunca termine de comprobarlo
y todos los días es andar buscando el alfiler entre la paja.
Ya se me fue la gloria,
cuando mi jefe me dijo llorando
“feliz cumpleaños, mija.”
y no me compró la muñeca que esperaba
pero me dio la bendición de rodillas.
Ya se me fue el aire,
y tuve que aprender a patadas a caminar como las calandrias:
nomás viendo pa adelante
y me alivia saber
que moriré junto con todas las cosas
porque el mundo deja de existir
cuando no tiene quien lo nombre.
Ya se me fue el dolor,
mi única herencia son tres quistes uterinos
que son sólo somatizaciones de las restas
multiplicación de las mutaciones del odio
resultado de las fracciones familiares,
pero una lo asume como asume nacer;
así se vive ser una navaja
siempre al filo de su caída.
Ya se me fue el avión,
el amor, el tiempo y el lenguaje.
Ya se me fueron los veinte
y eso no cambia absolutamente nada
salvo la proximidad al epitafio.
Monterrey, 1999.
Poeta y ensayista. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en su curso de verano. Ha participado en el 2do y 3er Coloquio de Mujeres Filósofas. Su trabajo se ha publicado en diversos medios, entre ellos la antología de escritoras mexicanas Monstrua. (UNAM, 2022) Actualmente reside en Mérida, Yucatán.