Abuela con su voz aporteñada y llorosa llamó a las 6 p.m. para contarnos que secuestraron al hijo de mi tío Gato. Es un escuincle de a lo mucho 13 años y le dicen Gatito.

Lo levantaron una tarde amoratada entre la polvareda de mi pueblo, tenía la cara sucia y paseaba en su moto con otros chamacos con dedos chamagosos. Las cámaras de la tienda de abarrotes no captaron nada.

(Siempre hay un punto ciego en la penumbra de las cosas que están por derrumbarse).

Semanas más tarde le llamaron a mi tío para darle instrucciones de dónde y cómo depositar el dinero. Si lo que siguió fuera un instructivo iría algo así:

Veinticinco mil pesos, primero.
Llevarlos a escondidas a la Basílica.
Quedar plantado,
dos veces la misma semana.
Pedir dinero prestado.
La fiscalía no responde.
Empeñar la tele y los ojos hinchados.
Otra vez dejaron al Gato plantado.
Ansiolíticos genéricos (no alcanza para la patente ni para la paciencia).
La prisa.
Llamadas y gritos.
Estupefacientes y demandas.

El último paso es que nos llega un sobre por la mañana, a la hora del desayuno, donde se come pan dulce con café exageradamente azucarado.

El sobre está muy sucio.

Contiene un dedo del Gatito.

«Pero los gatitos no tienen dedos», piensas.

«Tienen garritas», dices.

Nosotros pensábamos igual, pero ese día cambió nuestra idea de lo que puede ser un gato, de lo que puede ser un hijo y de lo que puede ser amar.

Empezamos a creer en la gente que dice que cuando pegas tu oído a una caracola se escucha el mar, porque mi tío tomó el dedo entre sus brazos y le cantó una canción de cuna. Y, entonces, Gatito apareció ante todos nosotros y su dedo era él mismo.

Casi un recién nacido
que abre los ojos por primera vez;
misterio y escándalo.

(Alguien en algún lugar del mundo eleva al cielo un aleluya).

Misterio y escándalo.

(Alguien en algún lugar del mundo eleva al cielo un misil
tejiendo un puente de cenizas).

Misterio y escándalo.

Este es el espanto:
¿qué sabe la casualidad sobre desaparecer de repente?
Si ese día vimos cómo Gatito era un hombre verdadero,
casi de Vitruvio,
de no ser por su incompletitud.
Encendimos un cirio para buscar entre la mañana la fe
y espantarnos de los pies las cucarachas.
Quisimos imprimir sobre nuestros rostros
este nacimiento: Gatito en el vientre de esa crueldad,
siendo parido por el amor de su padre.

Se nos cierran los párpados;
y resulta que sí,
que se puede cubrir el sol con un dedo.

El café después de abrir el sobre se enfrió y nos supo amargo.
Mi tío Gato sembró el dedito en el patio.
Después de 15 días lloró porque no germinaba.
Yo le dije que, seguro, se había convertido en una lombriz y él lloró sobre la tierra. Al otro día llovió y ahí se formó moho.

Luego pasaron los días y cada vez había menos muebles en la casa.
Menos lugares donde sentarse.
Menos cosas que hacer.
La espera se colaba por las paredes como insistiendo
en que se llenara toda la casa
de humedad y tiempo vacío.

Sólo quedaron las camas y el comedor, y paseábamos de un lugar a otro. Pateábamos corcholatas con las que después jugábamos rayuela,
y al final del día las contábamos cual ovejas
para arrullarnos y soñar con otra cosa.

El menú también se fue haciendo más breve.
Empezamos a chuparnos los dedos
hasta llegar al tuétano.

Cuando reunimos el dinero suficiente, nos regresaron a Gatito unos días antes de Navidad. Sólo nos alcanzó para romeritos, pero estábamos tan felices. Todos. Menos Gatito. Pasó toda la cena con su mano derecha metida en el bolsillo de su chamarra Adidas pirata. Resulta que el dedo no germinó en el patio sino en el niño,
ahí mismo, en el cuerpo del Gatito:
yo vi ese día ,
toda la primavera
florecer hecha vergüenza.

Fotografía por Lúa Ocaña.