Nunca me había encantado tanto un pellizco. Normalmente uno tiende a enamorarse de la manera en que te acarician una pierna o te muerden una oreja, pero nunca de un pellizco. A mi me encantaban, sobre todo, los que me dabas justo debajo de las costillas porque esos sólo los tenía cuando estaba desnuda y acostada de espaldas a ti o cuando me sentaba encima tuyo a la altura de tu cóccix y hablábamos de ti o de mí o de como haríamos para solucionar el problema del desempleo de mujeres sin estudios. Amaba inmensamente que cada pellizco que marcabas en mi piel tardaba en desvanecerse mucho o poco tiempo según las ganas que tenías de mí. Cuando me besabas con frenesí y estábamos vueltos medio locos, los pellizcos eran con fuerza y demoraban más segundos en desperecer, y, cuando estábamos medio cuerdos —porque no me atrevo a afirmar que yo podía ser 100% prudente teniéndote conmigo— a veces ni siquiera dejaban su rastro. Esos sólo me los hacías por manía, por ocio o porque era tu manera de decirme que sentías algo. No sé. Es sólo que hoy me puse a pensar en ellos. Los extraño. Y a ti también.

Fotografía: PJ Wang